EL fotógrafo, que trata de convencerme de la superioridad de todo hombre que haya nacido entre las Vistillas y el Hipódromo, tiene razón. Dolores me va gustando cada vez más. A medida que pasan días, encuentro en mi prima mayores encantos.
Tiene unos ojos que antes no me había fijado en ellos; unos ojos, que parece que van a romper a hablar a cada momento, sombreados por las pestañas que se le acercan a las cejas, y le dan una expresión de pájaro nocturno. Luego, bajo la apariencia de muchacha traviesa, hay en ella una ingenuidad y una candidez asombrosa, sin asomo de fingimiento.
El otro día estaban de visita unas amigas de Dolores. Al ver una lámina de un periódico ilustrado, en donde venía el retrato de Liane de Pougy, se comenzó a hablar de estas heteras célebres. Me preguntaron a mí si conocía algunas, y les dije que sí, que había visto bailar a la Otero, a la Cleo de Merode y algunas otras.
—¡Valientes tunantas serán! —dijo una de las amigas de Dolores—. Si yo fuera hombre, no las había de mirar ni a la cara.
—Pues yo creo que si fuera hombre me gustarían mucho —saltó Dolores.
Todas protestaron. Después que se fueron las visitas, Dolores me dijo que hace colección de estampas de cajas de fósforos, y de eso conoce los retratos de la Otero y de las otras bailarinas y actrices. En un armario tiene unas cajitas con fotografías, cartas de sus amigas del colegio de Orihuela, en donde se educó, y otra porción de quisicosas guardadas.
Mientras me enseñaba estos tesoros, que yo iba examinando atentamente, le dije como quien no da importancia a la cosa:
—Es raro que nosotros nos hablemos de usted siendo primos.
—¡Bah! Es un parentesco el nuestro tan lejano… Blanca me ha ayudado, y ha hecho que, en broma, Dolores y yo nos hablemos de tú.