HOY me he levantado con la intención de marcharme. Como el tren sale del pueblo a la noche, me he puesto por la tarde a meter en mi maleta alguna ropa. En esta operación me ha visto mi prima Dolores al pasar a regar sus tiestos.
—¿Pero, qué? ¿Está usted haciendo la maleta?
—Sí; tengo que marcharme; una noticia imprevista…
Como no tengo costumbre de mentir, ni tenía para qué, no he dicho más.
—Vamos, que ya se ha aburrido usted de estar con nosotros —ha dicho ella, sonriendo.
—No —he contestado secamente—, ustedes son los que se han aburrido de mí.
—¡Nosotros!
—Sí.
Hablando y discutiendo, no ha podido menos Dolores de comprender la verdad, que yo me marchaba por ellos, porque veía que molestaba. Ella ha protestado calurosamente.
—No, no —le he dicho—, comprenderá usted que no es cosa de estar en una casa en donde uno molesta, en donde se cree que uno se burla de la hospitalidad que recibe.
—Espere usted siquiera una semana.
Tras de la explicación hemos llegado a una buena inteligencia con Dolores y a la amistad cariñosa con Blanca.
He exigido que me muden de cuarto, y ahora duermo en una alcoba oscura del fondo de la casa. Me he empeñado en conquistar a la familia. La mamá está casi conquistada, pero el padre es terrible; no hay medio de desarrugar su ceño.
Por la tarde, la mamá y las dos muchachas cosen en el gabinete; esta debía de ser la costumbre de la casa; yo entro y salgo en el cuarto y hablamos por los codos. Se ha roto el hielo, al menos en lo que se refiere al elemento femenino de la casa. Yo les hablo de París, de Suiza y de Alemania, y les tengo muy entretenidos.
Delante de su padre me guardaría muy bien de hacerlo, porque aprovecharía la ocasión para decir alguna cosa desagradable, como, por ejemplo, que los que tienen dinero para viajar son los que no sirven para nada, y ni aprenden ni sacan jugo de lo que ven.
Mi tío es especialista en vulgaridades democráticas. Mi tío es republicano. Yo no sé si hay alguna cosa más estúpida que ser republicano; creo que no la hay, a no ser el ser socialista y demócrata.
Ni mi tía, ni mis primas son republicanas. Esas son autoritarias y reaccionarias, como todas las mujeres; pero su autoritarismo no les hace ser tan despóticas como su democracia y su libertad a mi republicano tío.
Al anochecer, las dos muchachas dejan el trabajo y andan de aquí para allá. Todas son sorpresas.
—Mira, Blanca, qué pronto ha brotado esta flor.
—¡Ay!, dona, ya han salido las enredaderas que planté.
El otro día le dije a Dolores:
—Pues si tuviera usted un gran jardín, ¿qué haría usted?
—¡Psch! Tenemos un huerto; pero no crea usted que me gusta más que este terrado.
Un conocido, que creo que es el fotógrafo, a quien encuentro en el Casino, y que trata de inculcarme el sentimiento de superioridad suyo y mío, por ser madrileños ambos, supone que me gusta mi prima, y no creo que esté en lo cierto.
Dolores y yo no nos entendemos; siempre estamos regañando. Yo le digo que estos pueblos valencianos no me gustan: blanco y azul, yeso y añil, no se ve más, todo limpio, todo inundado de sol, pero sin gracia, sin arte; pueblos que no tienen grandes casas solariegas, con iglesias claras, blanqueadas, sin rincones sombríos.
—A Fernando no le gusta nuestro pueblo —ha dicho ella a su madre en tono zumbón—. ¡Como él es artista y nosotros somos unos palurdos! ¡Como no hablamos con gracia el castellano y no decimos poyo ni cabayo como él!… Pues veas tú si eso es bonito.
Hemos seguido discutiendo que si valencianos, que si castellanos, y yo para incomodarla, la he dicho:
—Pues yo, la verdad, no me casaría con una valenciana.
—Ni yo con un madrileño —me ha contestado Dolores rápidamente.