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EN esta casa me tratan con gran consideración, pero con un despego absoluto. A mi tío le escuece aún el poco aprecio que hicieron de él los parientes de su difunta esposa, y, de rechazo, no me puede ver a mí tampoco. Su mujer cree que soy un aristócrata; se conoce que le ha oído hablar a su marido de mis tías, como si fueran princesas, y se figura que, aunque todo me parece mal, no lo digo porque soy maestro en el disimulo.

Temo haber venido a perturbar las costumbres de la casa. La más asequible de todos es Blanca, la chica, que suele venir a mi cuarto y charlamos los dos.

Por ella he sabido que ese cuarto tan alegre, con su cama de limoncillo y sus cortinas azules, es el de mi prima Dolores, así la llamo, aunque no seamos parientes. He buscado una ocasión de decirle a esta que han hecho mal en privarla de su gabinete.

Dolores suele regar las macetas del terradito al anochecer, acompañada de Blanca. Andan las dos de aquí para allá, y por lo que hablan y lo que discuten se diría que están dirigiendo la más trascendental de las cuestiones. ¡Lo que les intriga cada planta!

Un tiesto está colocado en medio de una cazuela con agua para impedir que entren en él las hormigas; el otro tiene una capa de arena o de mantillo; en el de más allá echan las colillas que tira el padre.

Hoy he esperado el momento de encontrar a Dolores sola. Ha venido con la regadera en la mano derecha y el niño en el brazo izquierdo. Yo me he hecho el distraído. La verdad, no me había fijado en mi prima hasta ahora.

Es agradable como puede serlo una muchacha de pueblo; es morenuzca, con un color tostado, casi de canela, un color bonito. Ahora, como las mujeres poseen la suprema sabiduría y la suprema estupidez al mismo tiempo, mi prima manifiesta la última condición, llenándose la cara de polvos de arroz a todas horas. Tiene los dientes muy blancos; una sonrisa tranquila y seria; los ojos grandes, muy negros, tenebrosos, con largas pestañas; las caderas redondas, y la cintura muy flexible.

He esperado a que Blanca saliese del terrado por un momento para hablar a Dolores.

—Han hecho ustedes mal en darme este cuarto tan bonito. Si hubiera sabido que era el de usted, no lo hubiera aceptado.

No he concluido la frase y he visto a la muchacha que se ponía roja como una amapola. Me he quedado yo también azorado al ver la turbación suya, y no he sabido qué decir; afortunadamente ha entrado Blanca y se han puesto a hablar las dos.

Hago mil suposiciones para explicarme su azoramiento. ¿Por qué se ha turbado de tal manera? ¿Ha creído que tenía intenciones de mortificarla? Me decido a volver a hablarla.

Después de cenar, en un momento en que su padre ha salido del comedor y su madre ha quedado dormida, la he dicho:

—Esta tarde me pareció que le había molestado a usted lo que dije; no sé lo que pude decir, pero creo que interpretó usted mal mis palabras.

—¿Qué quiere usted? Soy muy torpe.

—Si alguna inconveniencia se me escapó, perdóneme usted; fue inadvertidamente.

—Está usted perdonado.

—¿Eso quiere decir que estuve inconveniente, y que, además, le molesté a usted?

No ha contestado nada.

Me he levantado de la mesa incomodado por una estupidez tal. Indudablemente, España es el país más imbécil del orbe; en otras partes se comprende quién es el que trata de ofender y quién no; en España nos sentimos todos tan mezquinos, que creemos, siempre en los demás intenciones de ofensa. Estoy indignado. He decidido encontrar un pretexto y largarme de aquí.