POR más que hago, no he desechado todavía el prurito de analizarme, y, aunque me encuentro tranquilo y satisfecho, analizo mi bienestar.
«¿Es una idea sana que ha entrado en mi cerebro la que me ha proporcionado el equilibrio —me pregunto—, o es que he hallado la paz inconscientemente en mis paseos por la montaña, en el aire puro y limpio?»
Lo cierto es que hace dos semanas que estoy aquí, y empiezo a cansarme de ser dichoso. Como me hallo ágil de cuerpo y de espíritu, no siento el antiguo cúmulo de indecisiones que ahogaban mi voluntad; y, una cosa imbécil que me indigna contra mí mismo, experimento a veces nostalgia por las ideas tristes de antes, por las tribulaciones de mi espíritu. ¿No es ya demasiada estupidez…?
Esta mañana he hablado en el café de la estación con un vendedor de dátiles que comercia en algunos pueblos de la costa, y, enredándose la charla, ha resultado que conoce a mi tío Vicente, el cual es pariente mío, porque estuvo casado con una prima de Laura. Se encuentra, según me ha dicho, de médico en un pueblo de la provincia de Castellón.
Le he escrito. Se me ha ocurrido ir a verle. Creo que lo agradecerá. Este médico se casó muy a disgusto de nuestra familia con mi tía, la prima de mi padre; ella murió sin hijos al año, y el médico, probablemente aburrido de espiritualidad y de romanticismo, se volvió a casar con una labradora, lo cual, para Luisa Fernanda y Laura fue y sigue siendo un verdadero crimen, la prueba palmaria de la grosería y de la torpeza de sentimientos de ese medicastro cerril.