«ES extraño —pensaba Ossorio— cómo se desenmascara el hombre en algunas ocasiones; el sacarlo de su lugar, de su centro, pone claramente en evidencia sus inclinaciones, su modo de ser. Un vagón de un tren es una escuela de egoísmo.»
El sitio en que Ossorio filosofaba, era la sala de una estación manchega, donde se cambiaba el tren para dirigirse a Valencia.
Los viajeros de primera y segunda, unos habían pasado al café; la mayoría de los de tercera quedaban en los bancos de la sala, durmiendo. Los cómicos habían entrado en el café con la seguridad de que Fernando pagaría, y Lolita, sentada junto a él, con pretexto de que tenía frío, se le iba echando encima, hasta que inclinó la cabeza sobre su hombro, y se durmió. Fernando no se sentía romántico; cogió entre sus manos la cabeza de la muchacha y la apoyó en el hombro de la característica, a quien le dijo que iba a dar una vuelta, que podían dormir; él les avisaría cuando llegara el tren. Pagó el gasto y salió al andén.
Entró en la sala de espera, convertida en dormitorio. Un mechero de gas, en una lira de hierro, temblaba, iluminando con su luz roja y vacilante las paredes sucias, llenas de carteles de ferias y anuncios, los hombres dormidos embozados en las mantas. Algunos iban y venían, y taconeaban con furia de frío; otros, más tranquilos, hablaban recostados en las paredes; no faltaba la labriega de rostro atezado, vestida de negro, que con la cara indiferente y dura, y la mirada vacía, se preparaba a esperar sentada en el banco media noche, con la mano apoyada en la cesta, sin moverse ni pestañear siquiera.
En un rincón, un hombre vestido de negro, cepillado, limpio, con el tipo del empleado decente que se muere de hambre, su mujer y una niña de siete a ocho años, que asomaba su cara aterida y pálida por encima del embozo de un mantón raído, miraban atentamente los movimientos de unos y otros, encogidos los tres como si tuvieran miedo de ocupar más sitio que el preciso.
Fernando salió al andén.
En uno de los bancos vio tendido a un hombre embozado en la capa, que roncaba como un piporro. Había colgado su maleta, por las correas, de un farol y apoyaba la cabeza en ella. Encima del banco en donde se había puesto, estaba la campana para señalar las salidas de los trenes. Además de la maleta, el hombre llevaba como equipaje dos jaulas, altas como las de las perdices, pero mucho más grandes, y dentro, en cada una, un gallo.
Silbó un tren. Un mozo hizo sonar varias veces la campana. El hombre de los gallos, entonces, se incorporó, bostezó, se arregló la bufanda, cogió sus dos jaulas, y entró en un vagón de tercera.
Fernando preguntó adónde iba aquel tren que llegaba; le dijeron que a Alicante; pensó que lo más fácil para escaparse de los cómicos sería meterse allí; cogió su maleta, y cuando el tren comenzaba su marcha, se subió al estribo.