XLIV

A los dos o tres días, la discusión se entabló de nuevo; pero ya no fue a solas, sino en presencia del administrador, de su esposa, de la hija y del yerno.

Fue la batalla filosófica y hasta literaria; primero se cambiaron argumentos expresados en forma suave; luego pasaron a razones, si no más duras, expuestas con mayor crudeza. Fernando temía exasperarse discutiendo; pero lo que decía el escolapio era una continua provocación; llegó a hacerle alusiones sobre los desórdenes de su vida, y entonces Fernando ya no se pudo reprimir, y se desató en improperios y en bestialidades en contra del cura y de su administrador.

El escolapio, que comprendió que desde aquel momento tenía la partida ganada, reconoció que era un pecador que lo sabía…

Fernando no quiso oírle, y, bruscamente, abandonó el cuarto, bajó las escaleras y salió a la calle.

El inmenso poblachón estaba silencioso, mudo. Hacía luna llena; los faroles de la calle, por este motivo, se hallaban sin encender. El pueblo, iluminado fuertemente por la claridad blanca de la luna, aparecía extraño, fantástico, con la mitad de las calles a la sombra y la otra mitad blanco-azulada. En la zona de sombra, encima de algunos portales, veíanse escintilar y balancearse vagamente farolillos encendidos, que iluminaban los santos de las hornacinas. Ossorio, indignado con ideas rencorosas, subió hacia la plaza; en el suelo se proyectaba, a la luz de la luna, oblicuamente, la sombra de la torre. Fernando comenzó a subir el Castillo por la calzada.

A un lado se veían las puertas azules de las cuevas empotradas en el monte. Fue subiendo hasta lo alto; había algunos sitios en donde se levantaban extraños peñascales laberínticos de fantásticas formas, unos de aspecto humano, tétricos, sombríos, con agujeros negros que parecían ojos, al ser sombreados por las zarzas; otros, afilados como cuchillos agudos, como botareles de iglesia gótica, de aristas salientes, que marcaban y perfilaban en el suelo y a la luz de la luna su sombra dentellada.

Al llegar Ossorio a una peña grande y saliente, avanzó por ella y se sentó en el borde. Desde allá se veía el lugarón, iluminado por la luna, envuelto en una niebla plateada, con los tejados blanquecinos y grises, húmedos por el rocío, que se extendían y se alargaban como si no tuvieran fin, simétricos, como si todo el pueblo fuera un gran tablero de ajedrez. Cerca se destacaban, con una crudeza fotográfica, las piedras y los peñascos del monte.

Al sentarse Fernando en aquella roca, vio muy abajo su silueta, que se reflejaba sobre la sombra gigantesca de la peña y que caía encima de un tejado. Alguna que otra luz salida de las casas del pueblo brillaba y parpadeaba confidencialmente.

Un perro comenzó a ladrarle.

Sin saber por qué, aquello reavivó sus iras. Él hubiese deseado que la peña donde se sentaba, que todo el monte, fuera proa de barco gigantesco o reja de inmenso arado, que hubiese ido avanzando sobre aquel pueblo odioso, sin dejar en él piedra sobre piedra. Él hubiese querido tener en su mano la máquina infernal, el producto terrible engendrador de la muerte, para arrojarlo sobre el pueblo y aniquilarlo y reducirlo a cenizas y terminar para siempre con su vida miserable y raquítica.

Pensó después en lo que iba a hacer. Si volvía al pueblo, podía caer en el engranaje aquel de la vida hipócrita de Yécora. Era necesario huir de allí, pero sin hablar a nadie, sin consultar a nadie. Volvió a su casa muy tarde; estaban todos acostados; arregló en su cuarto una maletilla, y luego, despacio, sin hacer ruido, salió de casa y se fue al Casino. Se hallaba desierto; en un rincón, en una mesa estaba solo Cabeza de Vaca, el gracioso de la Compañía de Yáñez de la Barbuda.

Fernando se sentó en otra mesa, e, inmediatamente, Cabeza de Vaca se acercó a saludarle.

—¿Va usted de viaje? —le preguntó al ver la maletilla que tenía Ossorio.

—Sí.

—¿Adónde va usted?

—No sé; a cualquier parte, con tal de salir de Yécora.

—Pero ¿usted no es de aquí?

—Yo, no. Y usted, señor Cabeza de Vaca, ¿qué hace a estas horas en el Casino?

—¡Yo! Morirme de hambre y de aburrición. Ya sabrá usted que la Compañía se disolvió.

—No sabía nada.

—Antes de todo, ¿usted quiere mandar que me traigan un café? Hace mucho tiempo que no como nada caliente.

—Sí, hombre.

—Con leche y pan, si puede ser, ¿eh?

—Bueno.

—Pues, sí; se disolvió la Compañía, porque don Dionis arramblaba con los cuartos y nosotros in albis. Luego, a Yáñez de la Barbuda le mandó buscar su madre, y nos quedamos aquí parados. Gómez Manrique, aquel hombre negruzco de lentes, se marchó; no sé a quién le sacaría el dinero; el director de orquesta y las tres coristas se fueron contratados a un café cantante de Alcoy y nos quedamos la característica y sus dos hijas, y el maquinista, que está arreglado con la Lolita.

—¿Sí, eh? Si lo hubiera sabido mi primo el alcalde…

—¡Ah! ¿Pero el alcalde es primo de usted?

—Sí.

—Por muchos años.

—¡Psch! Es un animal.

Cabeza de Vaca hizo un guiño expresivo.

—Yo creo —dijo agarrando la taza de café con las dos manos y bebiendo con ansia—, señor don…; no sé cómo es su nombre de usted.

—Fernando.

—Pues, bien, don Fernando, creo que me engañé con respecto a usted; en el escenario, el día que le vi, le traté como un doctrino… perdone usted.

—No vale la pena. Y diga usted, ¿qué han hecho ustedes en este tiempo, la característica, sus hijas y usted?

—Ellas muy bien; cabriteando las pobrecillas. Lolita, sobre todo, ha sido la salvación de la familia. Usted sabe; todos estos señores de la ciudad enviando cartas y alcahuetas que van, y alcahuetas que vienen, y visitas de señores serios y de cultura, que salían de noche embozados hasta la nariz en la capa. Las mujeres tienen esas ventajas —añadió Cabeza de Vaca, cínicamente:

—Al principio, a mí Mencía me prestó algún dinero; pero desde que se enteró el maquinista, el amigo de la Lolita, que es un bruto, animal, que se emborracha a todas horas, ya nada. He tenido que vivir como los camaleones; aquí un café, allá una copa…

—¿Y qué va usted a hacer?

—Pues no sé.

—¿Y ellas, se fueron?

—Hoy quizá salgan de la estación inmediata.

—Pues yo también me marcho.

—¿Pero cuándo?

—Ahora mismo.

—¿De veras se va usted? ¿Pero ahora, de noche?

—Sí.

—¿No le da a usted miedo?

—Miedo, ¿de qué?

—¡Qué sé yo! Si tuviera dinero para llegar a Valencia, me iría con usted.

—¿Cuesta mucho el billete?

—No; unas pesetas.

—Yo se las daré.

—Vamos, entonces, don Fernando… otro café no creo que estaría mal, ¿eh?

—Bueno, pero de prisa.

Tomaron el café; salieron del Casino, y después del pueblo. Comenzaba a lloviznar; hacía frío; no hallaron a nadie; la noche estaba negra; el camino oscuro. A las tres horas, estaban Fernando y Cabeza de Vaca en la estación del pueblo inmediato; lo primero que se encontraron allí fue la característica y a sus dos hijas, que andaban embozadas en las toquillas, por el andén; el maquinista dormía en un banco de la sala de espera.

Fernando se dirigió a la cantina, y por la influencia de un mozo de la estación, antiguo conocido suyo, consiguió que le abrieran la taberna. Entraron allá la característica y sus hijas, Cabeza de Vaca y Ossorio. No había más que unas rosquillas con sabor de aceite y aguardiente, pero ni las tres cómicas ni el gracioso hicieron ascos y se atracaron de rosquillas y de amílico.

Cuando llegó el tren y entraron todos en el vagón de tercera, las mejillas estaban rojas y las miradas brillantes; el maquinista, indignado porque no le avisaron, se tendió en un banco a dormir.

Mientras el tren iba en marcha, la vieja característica, que se encontraba alegre, empezó a cantar trozos de Jugar con fuego y de Marina; siguió Cabeza de Vaca con canciones del género chico, y después Mencía se arrancó con unas soleares y tientos que quitaban el sentido.

—¡Si tuviéramos una guitarra! —se lamentó Cabeza de Vaca.

—¡Ahí va una! —dijo un hombre del mismo vagón, pero de otro compartimiento, que iba envuelto en una gran manta listada.

Entonces ya la cosa se generalizó: Cabeza de Vaca tocó la guitarra; la vieja y Lolita llevaban las palmas y Mencía cantaba canciones gitanas, sentimentales, que hacían saltar lágrimas.

¿Cuando querrá la Virge

del Mayó Doló

qu’esos peliyo rubio

te lo peine yo?

Y la vieja palmoteaba gritando desaforada un estribillo:

Ezo quiero, ezo quiero,

eza pipa arraztrando po el zuelo.

Y Mencía, más sentimental, con las lágrimas en los ojos entornados, arrullaba y seguía achicando la frente, levantando las cejas, poniendo una cara de una voluptuosidad enferma:

En el hospitaliyo

a manita derecha

ayí tenía mi compañerito

su camita jecha.

Y la vieja palmoteaba gritando desaforada su estribillo. Toda la gente de los otros compartimientos, levantada, gritaba y tomaba parte en el espectáculo.

Después que se aburrieron de cantar, Cabeza de Vaca empezó a puntear un tango; Lolita se levantó, le pidió un sombrero ancho a un tipo de chalán o de ganadero, que iba en el vagón, se lo puso en la cabeza, inclinado, se recogió hacia un lado las faldas, y cuando el tren paró en una estación, comenzó a bailar el tango. Era el baile jacarandoso, lleno de posturas lúbricas, acompañado de castañeteo de los dedos, en algunos pasajes con conatos de danza de vientre; producía un entusiasmo entre los espectadores delirante. Jaleaban todos con gritos y palmadas. Al ir a concluir el baile, echó a andar el tren; Lolita perdió o hizo como que perdía el equilibrio, y fue a sentarse de golpe sobre las rodillas de Fernando. Este la cogió de la cintura y la sujetó sin que ella ofreciera gran resistencia.

—¡Ande usted con ella! —vociferaban de todos los compartimientos.

Ella se volvió a mirar a Fernando, y en voz baja le dijo:

—¡Guasón!