POR las mañanas, Fernando se levantaba temprano, subía a los montes de los alrededores y se tendía debajo de algún pino.
Iba sintiendo por días una gran laxitud, un olvido de todas sus preocupaciones, un profundo cansancio y sueño a todas horas. Tenía que hacer un verdadero esfuerzo para pensar o recordar algo.
«Como las lagartijas echan cola nueva —se decía—, yo debo de estar echando cerebro nuevo.»
Si después de hacer un gran esfuerzo imaginativo recordaba, el recuerdo le era indiferente y no quedaba nada como resultado de él; sentía la poca consistencia de sus antiguas preocupaciones. Todo lo que se había excitado en Madrid y en Toledo iba remitiendo en Marisparza. Al ponerse en contacto con la tierra, esta le hacía entrar en la realidad.
Por días iba sintiéndose más fuerte, más amigo de andar y de correr, menos dispuesto a un trabajo cerebral. Se había hecho en el monte compañero del guarda de caza, un hombre viejo, chiquitín, con patillas, alegre, que había estado en Orán y Argelia, y contaba siempre historias de moros. Gaspar, así se llamaba el guarda, gastaba alpargatas de esparto, pantalón de pana, blusa azul, pañuelo encarnado en la cabeza y encima de este un sombrero ancho. Gaspar tenía una escopeta de pistón, vieja, atada con bramantes, y no se podía comprender cómo disparaba y cazaba con aquello. Solía acompañar al guarda un perrillo de lanas muy chico, que, según decía su dueño, no había otro como él para levantar la caza.
En los paseos que daban el guarda y Fernando, hablaban de todo y resolvían entre los dos, de una manera generalmente radical, los más arduos problemas de la sociología, de la política y de lo que constituye la vida de los pueblos y de los individuos. Otras veces, Gaspar se constituía en maestro de Fernando, le contaba una porción de historias y le explicaba las virtudes curativas de las hierbas y algunos secretos médicos que sabía.
—Mire usted la verónica —le dijo una vez—. ¿Usted sabe por qué esa planta no tiene raíz?
—No, señor.
—Pues le diré a usted: un día fue el diablo y arrancó la mata del suelo y la tiró; pasó por allá San Blas, y, viendo la planta tirada, la puso otra vez en tierra, y así siguió viviendo, aunque sin raíz.
—¿Pero eso es histórico? —le preguntó Fernando.
—Pues no ha de serlo. Como que ahora es de día; lo mismo.
—¿Usted cree en el diablo?
—Hombre. Aquí, en el monte, y de día, no creo… en nada; pero en mi casa, y de noche…, ya es otra cosa.
Fernando, sin contestarle, tiró de una de las plantas de verónica, y, quizá por casualidad, salió llena de raíces, y se la enseñó a Gaspar.
—Usted sí que es el diablo —le dijo el guarda, riéndose.
Muchas veces, andando por el monte, o tendidos con la pipa en la boca entre los matorros de brezos, de romeros y de jaras, se olvidaban de la hora, y entonces, cuando tardaban mucho, solían avisarles desde Marisparza llamándoles con un caracol de mar que producía un ruido bronco y triste.
Las tardes de los domingos, como Gaspar se marchaba a hacer recados al pueblo, Fernando las pasaba jugando en compañía de los dos chicos de la casa, con una bola de hierro, arrojándola lo más lejos posible. Cuando se cansaba, sentábase en un poyo de la puerta. Las gallinas picoteaban en el raso de la casa; los carromatos venían por el camino de la parte de Alicante hacia la Mancha alta, grises, llenos de polvo, de un color que se confundía con el del suelo.