XL

EL día siguiente era domingo. Fernando se levantó temprano y salió de la casa. Su amigo se había marchado antes a ver un cortijo de las inmediaciones.

Los alrededores de Marisparza eran desnudos, parajes de una adustez tétrica, con cerros sin vegetación y canchales rotos en pedrizas, llenos de hendeduras y de cuevas.

En el raso desnudo, en donde estaban las dos viviendas reunidas, había un aljibe encalado, con su puerta azul y el cubo, que colgaba por un estropajo de la garrucha; un poco más lejos, en los primeros taludes del monte, se veía una balsa derruida y cuadrada, en cuyo fondo brillaba el agua muerta, negruzca, llena de musgos verdes.

Eran los alrededores de Marisparza de una desolación absoluta y completa. Desde el monte avanzaban primero las lomas yermas, calvas; luego, tierras arenosas, blanquecinas, como si fueran aguas de un torrente solidificado, llenas de nódulos, de mamelones áridos, sin una mata, sin una hierbecilla, plagadas de grandes hormigueros rojos. Nada tan seco, tan ardiente, tan huraño como aquella tierra; los montes, los cerros, las largas paredes de adobe de los corrales, las tapias de los cortijos, los portillos de riego, los encalados aljibes, parecían ruinas abandonadas en un desierto, calcinadas por un sol implacable, cubiertas de polvo, olvidadas por los hombres.

Bajo las piedras brotaban los escorpiones; en los vallados y en las cercas corrían las lagartijas. Los grandes lagartos grises y amarillo-verdosos se achicharraban inmóviles al sol. Únicamente en las hondonadas había campos de verdura; grandes pantanos claros, con islas de hierbas llenos de transparencias luminosas, en cuyo fondo se veían las imágenes invertidas de los árboles y el cielo azul cruzado por nubes blancas. En las alturas, la tierra era árida; sólo crecían algunos matorros de berceo y de retama.

Aquel día, Fernando, después de dar una vuelta y esperar a su amigo, entró en la cocina de la casa contigua. Como domingo, el labrador y su mujer habían ido a misa a un poblado próximo. No quedaba en casa mas que el abuelo y tres muchachas casi de la misma edad, ataviadas con pañuelos blancos en la cabeza.

La cocina era grande, encalada, con una chimenea que ocupaba la mitad del cuarto. De algunas perchas de madera colgaban arreos para los caballos y las mulas; en un rincón había un arca y sobre un vasar una caja de alhelíes.

Fernando estuvo charlando con el viejo y con las mozas; después se puso a jugar a la bola con dos muchachos de la casa, y cuando se cansó subió a su cuarto a distraerse con sus propias meditaciones.

Al mediodía volvió el amigo de Fernando.

—Mira —le dijo a este—, yo aquí he terminado lo que tenía que hacer. Me voy; pero si tú quieres estar, te quedas el tiempo que te dé la gana.

—Pues me quedo.

—Muy bien.

Comieron, y el amigo se marchó en seguida de comer en su carricoche.

Fernando, al verse solo, sin saber qué hacer, se tendió en la cama. Desde allí, por la ventana abierta, veía los crestones del monte, destacándose con todas sus aristas en el cielo; a un lado y a otro las vertientes parecían sembradas de piedras; más abajo se destacaban algunos olivos en hileras simétricas, algunos viñedos y después el camino blanco, lleno de polvo, que se alejaba hasta el infinito, en medio de aquella desolación adusta, de aquel silencio aplanador.

Al caer de la tarde, Fernando se levantó de la cama y se fue a jugar otra vez a la bola con los dos muchachos, y cuando oscureció entró con ellos en la cocina. El labrador y su padre, ambos sentados en el banco de piedra, hablaban; la mujer hacía media; las mocitas jugueteaban.

El abuelo contó a Fernando las hazañas de Roche, un bandido generoso, como todos los bandidos españoles, y después describió las maravillas de una cueva del monte cercano, en la cual, según viejas tradiciones, se habían refugiado los moros. Se entraba en la cueva, decía el viejo, y a poco andar topaba uno con una puerta ferrada, que a los lados tenía hombres de piedra con grandes mazas; si alguno trataba de acercarse a ellos, levantaban las mazas y las dejaban caer sobre el importuno visitante.

Después de esta relación, el viejo le preguntó a Ossorio:

—¿Y qué? ¿Se va usted a quedar aquí durante algún tiempo?

—Sí, me parece que sí.

—A ver si hace usted como Juan Sedeño.

—¿Quién es? No le conozco.

—Juan Sedeño es un señorito de Yécora que se gastó todo el dinero en Madrid, y vino hace ocho años y no quiso ir a vivir a la ciudad, y dijo que en la corte o en el campo, y vive en una choza. Eso sí, se pasea por la casa con traje negro y con futraque.

—¿Pero, qué hace? ¿Lee o escribe?

—No, no hace mas que eso: pasearse vestido como un caballero.

—Pues es una ocupación.

—¡Vaya!

Cuando dieron las diez se concluyó la reunión en la cocina, y se fueron todos a acostar. En los días posteriores, Fernando siguió haciendo las mismas cosas; aquella vida monótona comenzó a dar a Ossorio cierta indiferencia para sus ideas y sensaciones. Allí comprendía, como en ninguna parte, la religión católica en sus últimas fases jesuíticas, seca, adusta, fría, sin arte, sin corazón, sin entrañas; aquellos parajes, de una tristeza sorda, le recordaban a Fernando el libro de San Ignacio de Loyola que había leído en Toledo. En aquella tierra gris los hombres no tenían color; eran su cara y sus vestidos parduscos, como el campo y las casas.