XXXIX

YA que te aburres en Yécora, vente a Marisparza —le dijo un amigo.

—¿Qué es eso de Marisparza?

—Una casa de labor que tengo ahí en el monte. Te advierto que te vas a aburrir.

—¡Bah! No tengas cuidado.

A la mañana siguiente, después de comer, un día de fiesta, llegó el amigo en un carricoche, tirado por un caballejo peludo, a la puerta de la casa del administrador de Ossorio. Fernando montó y se acomodó sobre unos sacos; el amigo se sentó en el varal y echaron a andar.

El camino estaba lleno de carriles hondos, que habían dejado las ruedas de los carros al pasar y repasar por el mismo sitio. El paisaje no tenía nada de bello. Iban por entre campos desolados, tierras rojizas de viña con alguna que otra mancha verde negruzca de los pinos, cruzando ramblas y cauces de ríos secos, descampados llenos de matorrales de brezo y de retama.

Al anochecer llegaron a Marisparza. La casa estaba aislada en medio de un pedrizal; hallábase unida a otra más baja y pequeña. Era de color de barro, amarillenta, cubierta de una capa de arcilla y de paja; tenía grandes ventanas, con rotas y desteñidas persianas verdes. Una chimenea alta, gruesa, cuadrada, parecía aplastar al tejado pardusco; encima de la puerta, alguien, quizá el dueño anterior, había pintado con yeso una cruz grande que se destacaba blanca en el fondo sucio de la pared.

Abrieron la casa y entraron; dos o tres murciélagos refugiados en el viejo caserón salieron despavoridos.

No había muebles en las habitaciones; las ventanas no tenían cristales; en todos los cuartos sonaba a hueco. En la parte de atrás de la casa, una cerca de adobe medio derruida, cubierta con bardas de césped, limitaba un jardín abandonado en donde crecían dos cipreses negros y tristes y un almendro florido.

Del zaguán de esta casa se pasaba al vestíbulo de otra más pequeña, en donde vivía el colono con su familia. Mientras el amigo se ocupaba en desenganchar el caballejo del carricoche, Fernando se asomó a una ventana. Corría un viento frío. Veíase enfrente un cerro crestado lleno de picos que se destacaba en un cielo de ópalo. Allá, a lo lejos, sobre la negrura de un pilar que escalaba un monte, corría una pincelada violeta y la tarde pasaba silenciosa mientras el cielo heroico se enrojecía con rojos resplandores. Unos cuantos miserables, hombres y mujeres, volvían del trabajo con las azadas al hombro; cantaban una especie de guajira triste, tristísima; en aquella canción debían concretarse en queja inconsciente las miserias de una vida animal de bestia de carga. ¡Tan desolador, tan amargo era el aire de la canción!, oscureció; del cielo plomizo parecían llegar rebaños de sombras; el horizonte se hizo amenazador…

De noche, en la cocina, quemando sarmientos, a la luz de las teas puestas sobre palas de hierro, pasaron Fernando y su amigo hasta muy tarde. Se acostaron, y toda la noche estuvo el viento gimiendo y silbando.