EL teatro estaba lleno; verdad que era muy chico. Sólo el sábado se ocupaban las localidades. Representaban cuatro zarzuelas madrileñas, de esas con sentimentalismos, celos y demás zarandajas.
En el palco del Ayuntamiento estaban el alcalde, pariente del administrador de Ossorio, Fernando y dos concejales jóvenes de los que acompañaban al alcalde, por ser de familias adineradas del pueblo.
El antepalco era muy grande; el teatro, frío; el alcalde, un dictador a quien se le obedecía como a un rey, había mandado que pusieran allí un brasero. El alcalde asombraba a los dos concejales asegurando que aquellas obras que se representaban en Yécora las había visto en Madrid, en Apolo, nada menos.
«¡Qué diferencia, eh!», le decía a Fernando. Este escuchaba indiferente, aburrido, la representación, mirando a una parte y a otra.
El alcalde señaló a Ossorio en la sala algunas muchachas casaderas, ricas, con las que podía intentar un matrimonio ventajoso. De pronto, el hombre se calló y se puso a mirar con los gemelos al escenario. Lolita Sánchez había salido a escena; era la primera actriz y traía revuelto todo Yécora. Cuando terminó el acto, el alcalde invitó a Fernando a bajar a las tablas. Aquella Lolita Sánchez era cosa suya.
Fueron a los bastidores; el escenario era muy pequeño; los cuartos de los cómicos, más pequeños todavía. El alcalde hizo entrar a Fernando en el cuarto de la primera actriz. Estaban allí sentados, en un sofá roto, la hermana de Lola, Mencía Sánchez, con la cara afilada, llena de polvos de arroz y de lunares; el director artístico de la compañía, Yáñez de la Barbuda, un joven que a primera vista se comprendía que era imbécil, escritor aficionado al teatro, que se arruinaba contratando compañías para que representasen sus dramas; Lolita Sánchez, una mujer insignificante muy pintada, con los ojos negros y la boca muy grande, y algunas personas más.
Como no cabían todos en el cuarto, Fernando se quedó de pie cerca de la puerta, sin aceptar los ofrecimientos que le hicieron de sentarse, y, al ver que no se fijaban en él, se escabulló, e iba a salir a la calle cuando se encontró con dos amigos, también del colegio, que no le permitieron escaparse. Eran ambos la única representación del intelectualismo en Yécora; hablaban de Bourget, de Prevost con el respeto que se puede tener por un fetiche.
—No creas, vale la pena de ver a Lola Sánchez —le dijo uno a Fernando.
—Es una mujer digna de estudio —aseguró el otro.
—Una voluptuosa —murmuró el primero.
—Una verdadera demi-vierge —añadió el segundo.
Ossorio miró a sus antiguos camaradas asombrado, y oyó que uno y otro barajaban nombres de escritores franceses que él nunca había oído y que trataban indudablemente de abrumarle con sus conocimientos. Pretextando que tenía que ver al alcalde, los dejó, y se fue a buscar de nuevo la puerta del escenario.
Abrió una que le salió al paso, entró pensando si daría al pasillo de salida, y se encontró en un cuarto pequeño a dos o tres cómicos, a la característica y al de la taquilla, que estaban sentados alrededor de una mesa desvencijada, de esas llenas de dorados, que sirven en las decoraciones de palacios para sostener dos copas de latón, con las cuales se envenenan el galán y la dama. Entonces sostenía una botella de vino y un vaso. Ossorio trató inmediatamente de salir de allí, después de haberse excusado; pero el gracioso, un hombre de nariz muy larga que sin duda le había visto con el alcalde, le invitó a tomar un poco de vino. Fernando dio las gracias.
—¿Nos va usted a desairar porque somos unos pobres cómicos?
Ossorio tomó el vaso que le ofrecían y lo bebió.
—¿No se sienta usted? —continuó el gracioso—. Sí, hombre, precisamente estamos riñendo y no sabe usted lo chuscas que son estas riñas entre cómicos tronados. Bueno. Cuando no hay bofetadas y golpes, que de todo suele haber.
Luego comenzó a presentar a los que estaban allí:
—Gómez Manrique, primer actor, un cómico, ahí donde lo ve usted, que si no fuera tan soberbio y tan amanerado podría ser con el tiempo algo.
El aludido, que parecía un hombre que estaba bajo el peso de una terrible catástrofe, lanzó una mirada de desdén al gracioso a través de sus lentes; luego se atusó la melena, mostrando la manga raída de su chaqueta, y después llevó la mano al bigote y trató de retorcerlo; pero como haría sólo diez o quince días que dejaba de afeitarse, no pudo.
—De la señora —añadió el de la nariz larga mostrando a la característica— nada puedo decir; no la he conocido más que en su decadencia. En su tiempo…
—En mi tiempo —gritó la vieja— no se las tragaban como puños, como ahora en Madrid y en todas partes. ¡Re… pateta! Si no hay cómicos ya.
—Eso es cierto —repuso con voz borrosa uno de los que se hallaban sentados a la mesa.
—Este señor que ha hablado, o que ha mugido, no se sabe lo que hace —prosiguió el de la nariz larga—, es don Dionis el Crepuscular, nuestro taquillero, nuestro contador, nuestro administrador, un hombre que no nos roba más que todo lo que puede.
—Y ustedes, ¿qué hacen? —preguntó don Dionis.
—Advertencia. Le llamamos el Crepuscular por esa voz tan agradable que tiene, como habrá usted podido notar. Yo soy Cabeza de Vaca, de apellido, bastante buen cómico.
—Si no fueras tan borracho —interrumpió don Dionis.
—Ahora, joven yecorano —siguió Cabeza de Vaca dirigiéndose a Ossorio— no creo que tendrá usted inconveniente en pagarnos una botella.
—Hombre, ninguno. ¿Quiere usted que al salir yo mismo la encargue?
—No. El mozo irá por ella.
—Bueno. Y usted hará el favor de enseñarme dónde está la puerta.
—Sí, señor, con mucho gusto. Por aquí, por aquí. Adiós.