AL día siguiente, Fernando se levantó muy temprano: estaba amaneciendo; por la ventana de su cuarto entraba la luz fría, mate, sin brillo, la luz deslustrada del amanecer.
Salió a la calle. Hallábase el pueblo silencioso; las casas grises, amarillentas, de color de adobe, parecían dormir con sus persianas y sus cortinas, tendidas. El cielo estaba gris, como un manto de plomo; alguna que otra luz moribunda parpadeaba sin fuerza ante el santo guardado en la hornacina de un portal. Corría un viento frío, penetrante.
Ossorio fue saliendo del pueblo hacia el campo, recorrió la alameda y comenzó a cruzar viñedos. Había aparecido ya el sol; brillaban los bancales verdes de trigo y alcacel, como trozos de mar, plateados por el rocío. El cielo estaba azul, claro y puro, de una claridad dulce y suave.
A la hora se halló Fernando en el Pulpillo. Todo estaba igual que antes. Se acercó a la casa y se asomó a la ventana de la cocina. Cerca del fuego estaba ella, Ascensión, con un pañuelo de color en la cabeza, inclinada sobre la cuna de un niño.
Fernando dio la vuelta a la alquería y entró en la cocina. Saludó con una voz ahogada por la emoción. Al verle, ella palideció; él se quedó admirado, al encontrarla tan demacrada y tan vieja.
—¿Qué quieres aquí? ¿A qué vienes? —preguntó ella.
Fernando no supo qué contestar.
—¡Vete! —gritó la mujer con un gesto enérgico, señalándole la puerta.
—¿No está tu marido?
—No. Sabía que estabas en el pueblo, pero no creí que te atreverías a venir.
—Me porté mal contigo, pero has tenido suerte, más suerte que yo —murmuró Fernando.
—¡Vete! No quiero oírte.
—¿Por qué? De los dos quizá soy yo el más desgraciado.
—¿Tú desgraciado? ¿Entonces yo?
—Tú tienes hijos; tienes un marido que te quiere.
—Vete; por favor, márchate; puede venir mi marido y entonces será peor para ti.
—¿Por qué? ¿Qué iba a hacer? ¿Matarme? Me haría un favor. Además, que él no sabe lo que ha pasado entre los dos. Pero hablemos —dijo Ossorio apoyándose en el respaldo de una silla.
—No quiero oírte; no quiero oírte. ¡Vete!
—No. Sí, me voy. Pero quisiera antes hablarte.
—Te digo que no, que no, y que no.
—¿No quieres atender mis razones?
—No.
—Eres cruel.
—¿No lo has sido tú más?
—Pero la suerte te ha vengado… Tú eres feliz.
—¡Feliz! —murmuró ella con una sonrisa llena de amargura.
—¿No lo eres?
—Vete, vete de una vez.
Fernando paseó la mirada por el cuarto, se fijó en la cuna y se acercó a ver al niño que allí dormía.
—No le toques, no le toques —gritó la mujer levantándose de su asiento.
—Tú no perdonas.
—No.
—Sin embargo, yo no tuve toda la culpa. Tú no lo creerás…
—No.
—Si quisieras oírme… un momento.
—Vete; no quiero oír nada.
—Adiós, pues —murmuró Fernando, y salió de la casa pensativo—. Odiar tanto —se decía al marchar hacia el pueblo—. Si fuera buena, me hubiera perdonado. ¡Qué imbécil es la vida!