APENAS cambió algunas palabras con el administrador, su mujer y sus hijos.
Al día siguiente, por la mañana, subió a las Cuevas, que estaban en la falda del Castillo, a preguntar de nuevo por la familia de Ascensión, a ver si se enteraba de algo más, y si podía saber cuál de las muchachas era la que se había casado.
El Castillo era un monte lleno de pedruscos, árido, seco, con una ermita en la cumbre. El sol de siglos parecía haberle tostado matizándole del color de yesca que tenía; daba la impresión de algo vigoroso y ardiente, como el sabor de un vino centenario.
La senda que escalaba el cerro subía en zigzag; era una calzada cubierta de piedras puntiagudas que corrían debajo de los pies; a un lado y a otro del quebrado camino había capillas muy pequeñas, en cuyo interior, embutidos en la pared, se veían cuadros de azulejos que representaban escenas de la Pasión.
A lo largo de la calzada, sobre todo en su primera parte, veíanse filas de puertas azules, cada una con su número escrito con tinta oscura; eran aquellas puertas las entradas de las cuevas excavadas en el monte, tenían una chimenea que brotaba al ras del suelo y alguna un corralillo con un par de higueras blancas.
Fernando se detuvo en una cueva que era al mismo tiempo cantina, pidió una copa, se sentó en un banco y, gradualmente, fue llevando la conversación con la mujer del mostrador hacia lo que a él le interesaba.
Tozenaque el Manejero y toda su familia se habían marchado a Argelia, le dijo la mujer, excepto una de las chicas casada en el pueblo y que vivía en el Pulpillo, en la misma labor que antes tuvo su padre.
—¿Y por qué vino aquí el Manejero, cuando tenía su casa y sus tierras?
—¡Pues ahí verá usted! Que resultaron que no eran suyas; que las tenía hipotecadas —repuso la tabernera—. Además, sabe usted, el hermano le engañó y le sacó muchos miles de pesetas.
—Y aquí, en las cuevas, ¿el hombre marchaba?
—No. Acostumbrados a otra manera de vivir, pues, no podía. Luego, la cueva suya, el Ayuntamiento la mandó tirar, y entonces fue cuando el Manejero se decidió a irse.
—Y, ¿cuál de las muchachas se casó?
—Pues no sé decirle a usted. Era una rubita; así, pequeña de cuerpo, garbosa.
Salió Ossorio del tabernucho, y fue subiendo por el camino hacia la ermita de la cumbre. Se veía el pueblo desde allí a vista de pájaro, enorme, con sus tejados en hilera, simétricos como las casillas de un tablero de ajedrez, todos de un tinte pardo negruzco, y sus casas blancas unas, otras amarillentas de color de barro, y sus caminos blancos cubiertos de una espesa capa de polvo, con algunos árboles escasos, lánguidos y sin follaje.
Alrededor del pueblo se extendía la huerta como un gran lago siempre verde, cruzado por la línea de plata ondulante de la carretera. Más lejos, cerrando la vallada, montes pedregosos, plomizos, se destacaban con valentía en el cielo azul de Prusia, ardiente, intenso como la plegaria de un místico. Y, en aquel silencio de la ciudad y de la huerta, sólo se oía el estridente cacareo de los gallos, que se contestaban desde lejos.
Salían delgadas y perezosas columnas de humo de las chimeneas de las cuevas y de las casas. Resonaba el silencio. De pronto, Fernando oyó el murmullo de un rezo o canción y se asomó a ver lo que era.
Venían de dos en dos, en fila, las muchachas de un colegio o de un asilo, uniformadas con un traje de color de chocolate; detrás de ellas iban dos monjas, y cantaban las asiladas una triste y dolorosa salmodia…