XXXIV

LA casa del administrador de la familia Ossorio era espaciosa; estaba situada en una de las principales calles de la ciudad.

Se entraba por el zaguán a un vestíbulo estucado, con las paredes llenas de malos cuadros. Del vestíbulo, en donde había una chimenea con el hueco de más altura que la de un hombre, se pasaba por un corredor a un patio muy chico, con una gradería en su fondo, en la cual se veían en hileras filas de tiestos con plantas muertas por los hielos del pasado invierno.

De un extremo del patio, cerca de la pared, una escalera daba acceso a la parte alta de la gradería, que era una ancha plataforma enladrillada, en uno de cuyos rincones se veía un aljibe recubierto de cal adonde iba a dar el agua de todas las cañerías del tejado. Desde la plataforma aquella se pasaba por una puerta, embadurnada de azul, a cuartos oscuros, bajos de techo, llenos de gavillas y de haces de sarmientos y de leña de vid.

Al recorrer la casa, Fernando recordó con placer alguno que otro rincón; el gabinete, la alcoba suya, la cocina, el despacho del administrador le hicieron el mismo efecto de antipatía que cuando era muchacho. Estaba todo dispuesto y arreglado de un modo insoportable; los malos cuadros de iglesia abundaban; el piano de la sala tenía una funda de hilo crudo con ribetes rojos; las sillas y sillones se hallaban envueltos en idéntica envoltura gris. En las puertas de cada cuarto, cruzándolas, había gruesas cadenas de hierro.

Después de descansar del viaje, la primera idea que tuvo Fernando fue ir a casa de Tozenaque. Salió a la calle y se dirigió por una alameda polvorienta, y luego cruzando unos viñedos, hacia la casa de labor en donde antes vivía la muchacha. Llegado allí, contempló largo rato desde muy lejos el paraje, y a un hombre que se cruzó en el camino le preguntó por la familia de Ascensión.

Hacía mucho tiempo que se había marchado, le dijo. Se fueron primeramente a vivir a las Cuevas, porque andaban al parecer mal de dinero; después emigraron todos a Argel, excepto una de las chicas que casó en el pueblo.

Fernando preguntó cuál de las hijas era la que se había casado en Yécora; el hombre no le supo dar razón. Cruzó Ossorio por los viñedos y en la alameda se sentó sobre un ribazo, al borde del polvoriento camino.

¡Qué silencio por todas partes!

De aquella enorme ciudad no brotaba más que el canto estridente de los gallos, que se interrumpían unos a otros desde lejos. El cielo estaba azul, de un azul profundo, y sobre él se destacaba, escueto y pelado, un monte pedregoso con una ermita en lo alto.

Ossorio pensaba en Ascensión, sin poder separar de la muchacha su recuerdo. ¿Qué sería de ella? ¿Cómo seria antes? Porque no había llegado a formarse una idea de si era buena o mala, inteligente o no. Nunca se preocupó de esto.

Si en aquella época él hubiera sospechado las decepciones, las tristezas de la vida; quizá se hubiere casado con Ascensión; ¿por qué no? Pero ¿cómo en aquel lugarón atrasado, hostil a todo lo que fuese piedad, caridad, simpatía humana? Allí no se podían tener más que ideas mezquinas, bajas, ideas esencialmente católicas. Allí, de muchacho, le habían enseñado, al mismo tiempo que la doctrina, a considerar gracioso y listo al hombre que engaña, a despreciar a la mujer engañada y a reírse del marido burlado.

Él no había podido sustraerse a las ideas tradicionales de un pueblo tan hipócrita como bestial. Había conseguido a la muchacha en un momento de abandono; no se paró a pensar si en ella estaría su dicha; se contentó con oír las felicitaciones de sus amigos y con esconderse al saber que el padre de la Ascensión le andaba buscando.