XXXIII

YÉCORA es un pueblo terrible; no es de esas negrísimas ciudades españolas, montones de casas viejas, amarillentas, derrengadas, con aleros enormes sostenidos por monstruosos canecillos, arcos apuntados en las puertas y ajimeces con airosos parteluces; no son sus calles estrechas y tortuosas como oscuras galerías, ni en sus plazas solitarias crece la hierba verde y lustrosa.

No hay en Yécora la torre ojival o románica en donde hicieron hace muchos años su nido de ramas las cigüeñas, ni el torreón de homenaje del noble castillo, ni el grueso muro derrumbado con su ojiva o su arco de herradura en la puerta.

No hay allá los místicos retablos de los grandes maestros del Renacimiento español, con sus hieráticas figuras que miraron en éxtasis los ojos, llenos de cándida fe, de los antepasados; ni la casa solariega de piedra sillar con su gran escudo carcomido por la acción del tiempo; ni las puertas ferradas y claveteadas con clavos espléndidos y ricos; ni las rejas con sus barrotes como columnas salomónicas tomadas por el orín; ni los aldabones en forma de grifos y de quimeras; ni el paseo tranquilo en donde toman el sol, envueltos en sus capas pardas, los soñolientos hidalgos. Allí todo es nuevo en las cosas, todo es viejo en las almas. En las iglesias, grandes y frías, no hay apenas cuadros, ni altares, y estos se hallan adornados con imágenes baratas traídas de alguna fábrica alemana o francesa.

Se respira en la ciudad un ambiente hostil a todo lo que sea expansión, elevación de espíritu, simpatía humana. El arte ha huido de Yécora, dejándolo en medio de sus campos que rodean montes desnudos, al pie de una roca calcinada por el sol, sufriendo las inclemencias de un cielo africano que vierte torrentes de luz sobre las casas enjalbegadas, blancas, de un color agrio y doloroso, sobre sus calles rectas y monótonas y sus caminos polvorientos; le ha dejado en los brazos de una religión áspera, formalista, seca; entre las uñas de un mundo de pequeños caciques, de leguleyos, de prestamistas, de curas, gente de vicios sórdidos y de hipocresías miserables.

Los escolapios tienen allí un colegio y contribuyen con su educación a embrutecer lentamente el pueblo. La vida en Yécora es sombría, tétrica, repulsiva; no se siente la alegría de vivir; en cambio pesan sobre las almas las sordideces de la vida.

No se nota en parte alguna la preocupación por la comodidad, ni la preocupación por el adorno. La gente no sonríe.

No se ven por las calles muchachas adornadas con flores en la cabeza, ni de noche los mozos pelando la pava en las esquinas. El hombre se empareja con la mujer con la oscuridad en el alma, medroso, como si el sexo fuera una vergüenza o un crimen, y la mujer, indiferente, sin deseo de agradar, recibe al hombre sobre su cuerpo y engendra hijos sin amor y sin placer, pensando quizá en las penas del infierno con que le ha amenazado el sacerdote, legando al germen que nace su mismo bárbaro sentimiento del pecado.

Todo allí, en Yécora, es claro, recortado, nuevo, sin matiz, frío. Hasta las imágenes de las hornacinas que se ven sobre los portales están pintadas hace pocos años.