XXXII

AL día siguiente, con el pretexto de un viaje corto, Fernando se marchó de Toledo.

Tomó el tren al mediodía y trasbordó en Castillejo.

Tendido en el banco de un coche de tercera pasó horas y horas contemplando ensimismado el techo del vagón, pintado de amarillo, curvo como camarote de barco, con su faro de aceite, que se encendió al anochecer, y que apenas si daba luz.

Se hizo de noche; pasaban por delante de la ventanilla sombras de árboles, pedruscos de la pared de una trinchera.

Salió la luna en menguante. De vez en cuando, al pasar cerca de alguna estación, se veía vagamente un molino de viento que, con sus aspas al aire, parecía estar pidiendo socorro.

Cerca de Albacete entró un labriego con una niña, a la que dejó tendida en un banco. La niña se durmió en seguida.

Su padre se puso a hablar con un aldeano. De vez en cuando la niña abría los ojos, sonreía y llamaba a su mamá.

«Ahora viene», le decía Fernando, y la chiquilla volvía a dormirse otra vez.

El vagón presentaba un aspecto extraño: hombres envueltos hasta la cabeza en mantas blancas y amarillas, aldeanos con sombrero ancho y calzón corto; cestas, líos, jaulas; viejas, dormidas, con el refajo puesto por encima de la cabeza…, todo envuelto en una atmósfera brumosa empañada por el humo del tabaco.

Sólo en un comportamiento en donde iban unas muchachas se hablaba y se reía.

Llegó el tren al apeadero en donde Fernando tenía que bajar. Cogió su lío de ropa y saltó del coche. La estación estaba completamente desierta, iluminada por dos faroles clavados en una tapia blanca.

—¡Eh, el billete! —gritó un hombre envuelto en un capote. Ossorio le dio el billete.

—¿Por dónde se sale de la estación? —le preguntó.

—¿Va usted a Yécora?

—Sí.

—Ahí tiene usted los coches.

Pasó Fernando por la puerta de la tapia blanca a una plazoleta que había delante de la estación, y vio una diligencia casi ocupada y una tartana. Se decidió por la tartana.

Hallábase esta alumbrada por una linterna que daba más humo que luz. Subió Ossorio en el carricoche. De los dos cristales de delante, uno estaba roto, y en su lugar había un trapo sucio y lleno de agujeros.

Cerraban por detrás la tartana tres fajas de lona; el interior del coche estaba ocupado por unas cuantas maletas, dos o tres fardos, una perdiz en su jaula, y encima del montón que formaban estas cosas, dos hermosos ramos de flores de papel.

«Aquí viene alguna muchacha bonita», pensó Fernando, y no había acabado de pensarlo cuando apareció un hombre con trazas de salteador de caminos envuelto hasta la cabeza, como si saliera del baño, en una manta a cuadros que no dejaba ver mas que dos ojos amenazadores, una nariz aguileña y un bigotazo de carabinero.

El hombre subió a la tartana, se sentó sin dar las buenas noches, y se puso a observar a Fernando con una mirada inquisitorial. Este, viendo que persistía en mirarle, cerró los ojos pidiéndose a sí mismo paciencia para soportar a aquel imbécil.

«¿Pero no salimos?», dijo Fernando como dirigiéndose a una tercera persona.

Creyó que al decir esto su compañero de viaje le aniquilaba con sus ojos siniestros, y todas las ideas humildes de Ossorio se le marcharon al ver la insistencia del hombre en observarle; estuvo por decirle algo, pero se contuvo.

Poco después, una voz de tiple salió de entre los bigotes formidables: «Vamos, Frasquito, echar a andar».

Si Fernando no hubiera estado seguro de la procedencia de la voz, hubiese creído que era una broma. Estudió con una curiosidad impertinente de arriba abajo y de abajo arriba a hombre de aspecto tan fiero y de voz tan ridícula.

El de la manta contestó mirándole con una mueca de desdén. Fue aquello un duelo de miradas a la luz de una linterna.

El cochero, a quien el hombre de la manta había llamado Frasquito, no hizo ningún caso de la advertencia; sin duda no tenía prisa y no se apresuraba a arrancar; pero en cambio hablaba con una volubilidad extraordinaria, y por lo que oyó Fernando, desafiaba al cochero de la diligencia a ver quién llegaba antes a Yécora; así que sólo cuando vio que el otro se subía al pescante montó él para que las condiciones fuesen iguales y salieran los coches a la vez; ya arriba Frasquito, azotó los caballos, que arrancaron hacia un lado, y la tartana salió botando, dando tumbos y más tumbos, y a poco estuvo que no se hiciera pedazos en una tapia. El carricoche avanzaba y tornaba ventaja a la diligencia.

Por la ventana sin cristales empezó a entrar un viento helado que cortaba como un cuchillo, y al mismo tiempo hinchaba el trapo lleno de agujeros, puesto para remediar la falta del cristal, como una vela.

—¿Por qué no lleva faró, Fraquito? —preguntó el de la manta sacando la cabeza por la ventana sin cristales.

¿Pa qué? —dijo el cochero volviendo la cabeza hacia atrás.

Pa que no vaya a volcá.

Agora ha hablan utté como quien é —replicó descaradamente Frasquito—. ¿He volcao alguna ve?

—No te incomodes, Frasquito, no lo digo por tanto.

Al oír en boca de aquel hombre de aspecto furibundo una explicación tan humilde, Fernando, que se había olvidado de sus buenos propósitos, se creyó en el caso de lanzar una mirada de absoluto desdén a su compañero de viaje.

Como allá no se podía dormir por el frío, Ossorio se puso a contemplar el campo por la ventana. Se veía una llanura extensa, sombría, con matorrales como puntos negros y charcos helados en los cuales rielaba la claridad de la noche; a lo lejos se distinguía un encadenamiento de colinas que se contorneaban en el cielo oscuro, iluminado por la luna rota torpemente.

Pronto la diligencia, que había quedado detrás de la tartana, comenzó a acercarse a ella; se vio la luz de su reverbero por entre las rendijas de la lona que cerraba el carricoche; se oyó el campanilleo de las colleras de los caballos que se fueron acercando, y, por último, un toque de bocina; el cochero dirigió la tartana a un lado del camino, y la diligencia pasó por delante iluminando con su luz la carretera. No fue chica la indignación de Frasquito. Latigazos, gritos, juramentos, pintorescas blasfemias. Trotaron los caballos, chirriaron las ruedas, y la tartana, al golpear con las piedras de la carretera, saltó y rechinó y pareció que iba a romperse en mil pedazos.

La diligencia, en tanto, iba ganando terreno, alejándose, alejándose cada vez más. El aire entraba por la ventanilla y dejaba a los viajeros ateridos. Fernando trataba de sujetar el trapo que cerraba la ventana sin cristal, y viendo que no lo podía conseguir, se ponía la capa por encima del sombrero.

Y mientras tanto la diligencia iba alejándose cada vez más, y en la revuelta de una carretera se perdió de vista. Al poco rato el carricoche se detuvo.

—¿Qué te pasa, Fraquito? —preguntó el de la manta.

Na, que se me ha perdío el látigo.

Bajó Frasquito del pescante, volvió a subir breve tiempo después, y la tartana siguió dando tumbos y tumbos, siguiendo las vueltas de la carretera solitaria. La linterna se apagó y se quedaron en el interior del carricoche a oscuras.

Se veía así más claramente el campo, los cerros negruzcos bombeados, las estrellas que iban palideciendo con la vaga e incierta luz del alba. El frío era cada vez más intenso; Ossorio comenzó a dar taconazos en el suelo del coche y notó que el piso se hundía bajo sus pies; el suelo de la tartana era de tablillas unidas con esparto, encima de las cuales había una estera de paja. Con los golpes de Ossorio, una de las tablillas se había roto, y por el agujero entraba más frío aún.

De pronto Frasquito volvió a parar el coche, se bajó del pescante y echó a correr hacia atrás. Se le había caído nuevamente el látigo. Era para matarlo.

Pasó tiempo y más tiempo. Frasquito no parecía; de improviso sonó en el interior de la tartana ese ruido característico que hacen las navajas de muelle al abrirse.

Al oírlo Fernando se estremeció. Pensó que el cochero les había dejado allá intencionadamente. El tío de la voz atiplada se iba a vengar de las miradas desdeñosas de Fernando.

«No va a encontrar el látigo —dijo el de la manta al poco rato—. Aquí le he cortado yo una cuerda.»

Ossorio respiró. Al cabo de un cuarto de hora vino Frasquito sudando a mares sin el látigo. Ató la cuerda que le dio el de la manta a un sarmiento que cogió de una viña, se subió al pescante y echó la tartana a andar de nuevo.

El cielo iba blanqueando; a un lado, al ras del suelo, sobre unas colinas redondas, se veía una faja rojo anaranjada, en la que se destacaban, negros y retorcidos, algunos olivos centenarios y pinos achaparrados.

Poco a poco la tierra fue aclarándose: primero apareció como una cosa gris, indefinida; luego ya más distinta con matas de berceo y de retama; fueron apareciendo a lo lejos formas confusas de árboles y de casas. Comenzaban a pasar por la carretera hombres atezados envueltos en capotes pardos; otros, con anguarinas de capucha, que iban bromeando siguiendo a las caballerías cargadas de leña, y mujeres vestidas con refajos de bayeta arreando a sus borriquillos.

La luz fue llegando lentamente, brillaba en los campos verdes, centelleaba con blancura deslumbradora en las casas de labores, enjalbegadas con cal.

El pueblo iba apareciendo a lo lejos con su caserío agrupado en las estribaciones de un cerro desnudo, con sus torres y su cúpula redonda, de tejas azules y blancas.

La tartana se iba acercando al pueblo.

Aparecieron en el camino una caseta de peón caminero, una huerta cerrada, un parador…

El carricoche entró en el pueblo levantando nubes de polvo.

El sol arrancaba destellos a los cristales de las ventanas; parecían las casas presas de un incendio que se corría por todos los cristales y vidrieras de aquel lugarón.

Cacareaban los gallos, ladraban los perros; alguna que otra beata cruzaba la solitaria calle; despertaba la ciudad manchega para volverse a dormir en seguida aletargada por el sol…