XXXI

Y usted, ¿dónde duerme? —preguntó Ossorio a Adela.

—En el segundo piso.

—¿Sola, en su cuarto?

—Sí.

—¿Y no tiene usted miedo?

—Miedo, ¿de qué?

—Figúrese usted que dejara la puerta abierta y entrara alguno…

—¡Ca!

Fernando sintió una oleada de sangre que afluía a su cara.

Adela estaba también roja y turbada, no tenía el aspecto monjil de los demás días, sonreía forzadamente y sus mejillas estaban coloreadas con grandes chapas rojas.

Hablaban de noche en el comedor, iluminado por la lámpara de aceite que colgaba del techo.

Doña Antonia y la vieja criada habían salido a la novena.

La abuela, con el niño en brazos, dormía en una silla. Adela y Ossorio estaban solos en la casa. Habían hablado tanto de los deseos y aspiraciones de cada uno, que se habían quedado ambos turbados al mismo tiempo. Adela escuchaba atentamente por si se oía llamar a la puerta, quizá deseando, quizá temiendo que llamaran.

Tenían que decirse muchas cosas; pero si las palabras pugnaban por brotar de sus labios, la prudencia lo impedía. No se conocían, no se podían tener cariño, y, sin embargo, temblaban y el corazón latía en uno y en otro como un martillo de fragua.

—¿Y si yo?… —le dijo Fernando.

—¿Qué? —preguntó la muchacha penosamente.

—Nada, nada.

Estuvieron mirándose de reojo largo tiempo.

De pronto oyeron llamar a la puerta. Era doña Antonia y la criada.

Fernando se levantó de la mesa, miró a la muchacha y esta le miró también, sofocada y temblorosa.

Fernando salió a la calle abrumado por deseos agudos; no encontraba ninguna idea moral en la cabeza que le hiciese desistir de su proyecto.

—La muchacha era suya —pensaba él—. Es indudable. ¡Afuera escrúpulos! La moral es una estupidez. Satisfacer un ansia, dejarse llevar por un instinto, es más moral que contrariarlo.

El aire frío de la noche, en vez de calmar su excitación, la agrandaba. Parecía que tenía el corazón hinchado.

«Es la vida —decía él— que quiere seguir su curso. ¿Quién soy yo para detener su corriente? Hundámonos en la inconsciencia. En el fondo es ridícula, es vanidosa la virtud. Yo siento un impulso que me lleva a ella, como ella siente hoy impulso que la empuja hacia mí. Ni ella ni yo hemos creado este impulso. ¿Por qué vamos a oponernos a él?»

Recorría, mientras tanto, las calles oscuras, los pasadizos…

La noche estaba fresca y húmeda.

—Es verdad que puede haber consecuencias para ella que para mí no existen. Estas consecuencias pueden truncar la vida a esa pobre muchacha de aspecto monjil. ¿Y qué? Nada, nada. Hay que cegarse. Esta preocupación por otro es una cobardía. Esperaré en un café.

Estuvo más de una hora allí, sin poder coordinar sus pensamientos, hasta que se levantó, decidido.

—Voy a casa —murmuró—, y salga lo que salga.

Se acercó a la plaza de las Capuchinas, abrió la puerta, subió las escaleras, entró en su cuarto y apagó la luz.

El corazón le latía con fuerza; se agitaban en su cerebro, en una ebullición loca, pensamientos embrionarios, ideas confusas de un idealismo exaltado, y recuerdos intensos gráficos de una pornografía monstruosa y repugnante.

Oyó cómo se cerraban las puertas de los cuartos; vio que se apagaba la luz.

Al poco rato, Adela paso por el corredor a su cuarto. Luego de esto, Fernando, sin zapatos, salió de su alcoba. Recorrió el pasillo, llegó a la cocina y empezó a subir la escalera.

Llegó al descansillo del cuarto de la muchacha. La alcoba era muy pequeña, y tenía un ventanillo alto, que daba a la escalera.

Por él vio Fernando a la muchacha, que se persignaba y rezaba ante un altarillo formado por una virgen de yeso, puesta sobre una columna, encima de una cómoda grande y antigua. Fernando, que en su turbación discurría con frialdad, pensó:

—Reza con fe. Esperemos.

La muchacha comenzó a desnudarse, mirando de vez en cuando hacia la puerta. Se veía que estaba intranquila. A veces miraba al vacío.

De pronto, la mirada de los dos debió cruzarse. Fernando, sin pensar ya en nada, se acercó a la puerta y empujó. Estaba cerrada.

—¿Quién? —dijo ella, con voz ahogada.

—Yo; abre —contestó Fernando.

La puerta cedió.

Ossorio entró en el cuarto, cogió a la muchacha en sus brazos, la estrujó y la besó en la boca. La levantó en el aire para dejarla en la cama, y al mirarla la vio pálida, con una palidez de muerto, que doblaba la cabeza como un lirio tronchado.

Entonces Fernando sintió un estremecimiento convulsivo, y le temblaron las piernas y le castañetearon los dientes, vio ráfagas de luz, círculos luminosos y espadas de fuego. Temblando como un enfermo de la médula, salió del cuarto, cerró la puerta y bajó a la cocina; de allí salió al pasillo y entró en su alcoba. Se puso las botas y salió a la calle, siempre temblando, con las piernas vacilantes.

La noche estaba fría, brillaban las estrellas en el cielo. Trataba de coordinar sus movimientos, y sus miembros no respondían a su voluntad. Empezaba a sentir un verdadero placer por no haberse dejado llevar por sus instintos. No; no era sólo el animal que cumple una ley orgánica: era un espíritu, era una conciencia.

¿Qué hubiese hecho la pobre muchacha, tan buena, tan apacible, tan sonriente?

Él hubiera podido casarse con ella, pero hubiesen sido desgraciados los dos.

En aquel momento se acordó de una muchacha de Yécora, a quien había seducido, aunque en sus relaciones ni cariño ni nada semejante hubo.

Nunca se había acordado de ella con tanta intensidad como entonces. Lo que no comprendía es cómo estuvo tanto tiempo sin que el recuerdo de aquella muchacha le viniese a la mente.

Al pensar en la otra, la figura de Adela se perdía, y, en cambio, se grababa con una gran fuerza la imagen de la muchacha de Yécora.

Recordaba, como nunca hasta entonces la hubiera recordado, a Ascensión, la hija de Tozenaque. Cuando comenzó a pretenderla estaba Ossorio en una época de furor sexual.

A ella, que era bastante bonita, le gustaba coquetear con los muchachos.

Durante un período de vacaciones, la persiguió Fernando, rondó su casa, y una tarde consiguió de la muchacha que saliera a pasear con él solo por entre los trigos, altos para ocultar una persona.

Fueron los dos hacia una ermita abandonada; oculta en una umbría formada por altos olmos, cercando el bosque por un lado, había un montón de piteras que escalaban un alto ribazo con sus palas verdes, brillantes, erizadas de espinas.

Al llegar a la umbría, comenzaba a caer la tarde.

Sin frases de amor, casi brutalmente, se consumó el sacrificio.

Al principio, la muchacha opuso resistencia, se defendió como pudo, se lamentó amargamente; después se entregó, sin fuerzas, con el corazón hinchado por el deseo, en medio de aquel anochecer de verano, ardiente y voluptuoso.