XXX

DÍAS después, Fernando buscó por todas partes al teniente Arévalo, hasta que lo encontró.

—Chico —le dijo—, necesito de ti. Tengo un aburrimiento mortal. Llévame a alguna parte que tú conozcas.

—Veo que vuelves al buen camino. Comeremos hoy en casa de Granullaque platos regionales, nada más que platos regionales. Te presentaré dos muchachas que conozco muy amables. Si quieres, las convidamos a comer, ¿eh?

—Sí.

—Bueno. Entonces yo preparo todo, y tú me esperas en tu casa, adonde iré a recogerte.

A las tres de la mañana se retiraron los dos amigos.

Al otro día se levantó Fernando a las doce, y no pudo asistir, como acostumbraba, a la misa del convento.

Se encontraba débil, turbado, sin fuerzas.

Apenas pudo comer, y después de levantarse de la mesa se dirigió en seguida al convento por ver si la iglesia estaba abierta, como domingo; pero, viendo que no lo estaba, comenzó a pasearse por las callejuelas próximas.

Cerca había una plaza triste, solitaria, a la cual se llegaba recorriendo dos estrechos pasadizos, oscuros y tortuosos.

A un lado de la plaza se veía la fachada de una iglesia con pórtico bajo, sostenido por columnas de piedra y cubierto con techumbres de tejas llenas de musgos.

En los otros lados, altas paredes de ladrillo, con una fila de celosías junto al alero, puertas hurañas, ventanucas con rejas carcomidas en la parte baja… Un silencio de campo reinaba en la plazoleta; el grito de algún niño o las pisadas del caballo de algún aguador, que otras veces turbaban el callado reposo, no sonaban en el aire tranquilo de aquella tarde dominguera, plácida y triste. El cielo estaba azul, limpio, sereno; de vez en cuando llegaba de lejos el murmullo del río, el cacareo estridente de algún gallo.

Mecánicamente Ossorio volvía hacia el convento y le daba vueltas. Una de las veces advirtió un rumor a rezo que salía de las celosías, y después el tintineo de una campanilla.

Una impresión de tristeza y de nostalgia acometió su espíritu, y escuchó durante algún tiempo aquellos suaves murmullos de otra vida.

Inquieto e intranquilo, sin saber por qué, con el corazón encogido por una tristeza sin causa, sintió una gran agonía en el espíritu al oír las vibraciones largas de las campanas de la catedral, y hacia la santa iglesia encaminó sus pasos.

Era la hora de vísperas. La gran nave estaba negra y silenciosa. Fernando se arrodilló junto a una columna. Sonó una hora en el gran reloj, y comenzaron a salir curas y canónigos de la sacristía y a dirigirse al coro.

Resonó el órgano; se vieron brillar en la oscuridad, por debajo de los arcos de la sillería, tallados por Berruguete, luces y más luces.

Después, precedidos por un pertiguero con peluca blanca, calzón corto y la pértiga en la mano, que resonaba de un modo metálico en las losas, salieron varios canónigos con largas capas negras, acompañando a un cura revestido de capa pluvial.

A los lados iban los monaguillos; en el aire oscuro de la iglesia se les veía avanzar a todos como fantasmas, y las nubes de incienso subían al aire.

Toda la comitiva entró en la capilla mayor; se arrodillaron frente al altar, y el que estaba revestido con la capa pluvial, de líneas rígidas como las de las imágenes de las viejas pinturas bizantinas, tomó el incensario e incensó varias veces el altar.

Luego se dirigieron todos a la sacristía; desaparecieron en ella, y al poco rato volvieron a salir para entrar en el coro. Y empezaron los cánticos, tristes, terribles, sobrehumanos… No había nadie en la iglesia; sólo de vez en cuando pasaba alguna negra y tortuosa sombra.

Al salir Ossorio a la calle recorrió callejuelas buscando en el silencio, lleno de misterio, de las iglesias emoción tan dulce que hacía llegar las lágrimas a los ojos, y no la encontró.

Callejeando apareció en la puerta del Cambrón, después de pasar por cerca de Santa María la Blanca, y desde allá, por la Vega, fue a la puerta Visagra, y paseó por la explanada del hospital de Afuera. Al anochecer, desde allá, aparecía Toledo, severo, majestuoso; desde la cuesta del Miradero tomaba el paisaje de los alrededores un tono amarillo, cobrizo, como el de algunos cuadros del Greco, que terminaba al caer la tarde en un tinte calcáreo y cadavérico.

En un café descansó un momento; pero impulsado por la excitación de los nervios, salió en seguida a la calle. Era de noche. Había niebla, y el pueblo presentaba envuelto en ellas unas proporciones gigantescas.

Las calles subían y bajaban, no tenían algunas salida. Era aquello un laberinto; la luz eléctrica, tímida de brillar en la mística ciudad, alumbraba débilmente, rodeada cada lámpara por un nimbo espectral.

En la calle de la Plata, Fernando solía ver en un mirador una muchacha pálida, carirredonda, con grandes ojos negros. No debía de salir aquella muchacha más que a rezar en las iglesias.

Fernando pensaba en que su piel blanca y exangüe debía haber compenetrado el perfume del incienso.

Ossorio fue a ver si la veía. La casa estaba cerrada; no había ni luz.

¡Qué bien se debía vivir en aquellas grandes casas! Se debía de pasar una vida de convento saboreando el minuto que transcurre. Fernando pasaba de una calle a otra sin saber por dónde iba, como si fuera andando con la fantasía por un pueblo de sueños. En algunas casas se veían desde fuera semiiluminados patios enlosados con una fuente en medio.

Con la cabeza llena de locuras y los ojos de visiones anduvo; por una calle, que no conoció cuál era, vio pasar un ataúd blanco, que un hombre llevaba al hombro, con una cruz dorada encima.

La calle estaba en el mismo barrio por donde había pasado por la tarde.

A un lado debía estar Santo Tomé; por allá cerca, Santa María la Blanca, y abajo de la calle, San Juan de los Reyes.

Al pasar del cono de luz que daban las lámparas incandescentes, brillaban la cruz y las listas doradas de la caja de una manera siniestra, y al entrar en la zona de sombra, la caja y el hombre se fundían en una silueta confusa y negra. El hombre corría dando vueltas rápidamente a las esquinas.

Fernando pensaba: «Este hombre empieza a comprender que le sigo. Es indudable».

Y decía después: «Ahí van a enterrar una niña. Habrá muerto dulcemente, soñando en un cielo que no existe. ¿Y qué importa? Ha sido feliz, más feliz que nosotros que vivimos».

Y el hombre seguía corriendo con su ataúd al hombro, y Fernando detrás.

Después de una correría larga, desesperada, en que se iban sucediendo a ambos lados tapias bajas blanqueadas, caserones grandes, oscuros, con los portales iluminados por una luz de la escalera, puertas claveteadas, grandes escudos, balcones y ventanas floridas, el hombre se dirigió a una casa blanca que había a la derecha, que tenía unos escalones en la puerta; y mientras esperaba, bajó el ataúd desde su hombro hasta apoyarlo derecho en uno de los escalones, en donde sonó a hueco.

Llamó, se vio que se abría la madera de una ventana, dejando al abrirse un cuadro de luz, en donde apareció una cabeza de mujer.

—¿Es para aquí esta cajita? —preguntó el hombre.

—No; es más abajo: en la casa de los escalones —le contestaron.

Cogió el ataúd, lo colocó en el hombro y siguió andando de prisa.

«Qué impresión más tremenda habrá sido la de esta mujer al ver la caja», pensó Fernando.

El hombre con su ataúd miraba vacilando a un lado y a otro, hasta que vio próxima a un arco una casa blanca con la puerta abierta vagamente iluminada. Se dirigió a ella y bajó la caja sin hacer ruido.

Dos mujeres viejas salieron de un portal y se acercaron al hombre.

—¿Es para aquí esa caja?

—Sí debe ser. Es para una chiquilla de seis a siete años.

—Sí, entonces es aquí. Se conoce que se ha muerto la mayor. ¡Pobrecita! ¡Tan bonita como era!

Se escabulleron las viejas. El hombre llamó con los dedos en la puerta y preguntó con voz alta:

—¿Es para aquí una cajita de muerto, de una niña?

De dentro debieron de contestarle que sí. El hombre fue subiendo la caja, que, de vez en cuando, al dar un golpe, hacía un ruido a hueco terrible. Fernando se acercó al portal. No se oía adentro ni una voz ni un lloro.

De pronto, el misterio y la sombra parecieron arrojarse sobre su alma, y un escalofrío recorrió su espalda y echó a correr, hacia el pueblo. Se sentía loco, completamente loco; veía sombras por todas partes. Se detuvo. Debajo de un farol estaba viendo el fantasma de un gigante en la misma postura de las estatuas yacentes de los enterramientos de la catedral, la espada ceñida a un lado y en la vaina, la visera alzada, las manos juntas sobre el pecho en actitud humilde y suplicante, como correspondía a un guerrero muerto y vencido en el campo de batalla. Desde aquel momento ya no supo lo que veía: las paredes de las casas se alargaban, se achicaban; en los portones entraban y salían sombras; el viento cantaba, gemía, cuchicheaba. Todas las locuras se habían desencadenado en las calles de Toledo. Dispuesto a luchar a brazo partido con aquella ola de sombras, de fantasmas, de cosas extrañas que iban a tragarle, a devorarle, se apoyó en un muro y espetó… A lo lejos oyó el rumor de un piano; salía de una de aquellas casas solariegas; prestó atención: tocaban Loin du bal.

Rendido, sin aliento, entró a descansar en un café grande, triste, solitario. Alrededor de una estufa del centro se calentaban dos mozos. Hablaban de que en aquellos días iba a ir al teatro de Rojas una compañía de teatro.

El café, grande, con sus pinturas detestables y ya carcomidas, y sus espejos de marcos pobres, daba una impresión de tristeza desoladora.