XXIX

UN día, muy de mañana, fue al convento de Santo Domingo el Antiguo, Divo Dominicus Siloecensis.

La puerta de la iglesia se encontraba todavía cerrada. Enfrente había una casa de un piso, y en el balcón, una mujer con una niña en brazos. Preguntó a esta cuándo abrían la iglesia, y la mujer le dijo que no tardarían mucho, que lo preguntara en la portería del convento, al otro lado.

Dio Fernando la vuelta, y en un portal, sobre cuyo dintel se veía una imagen en una hornacina y en un azulejo el nombre del convento, escrito en letras azules, entró y llamó en la portería.

Una mujer que salió le dijo:

—Llame usted por el torno y pida usted permiso a las monjas para entrar.

Fernando se acercó al torno y llamó. Al poco tiempo oyóse la voz de la hermana tornera, que le preguntaba qué quería.

Fernando expresó su deseo.

—Se lo preguntaré a la madre superiora —contestó la monja.

Mientras esperaba, Fernando paseó por el zaguán, en donde sonaban sus pisadas como en hueco.

Por el montante de una puerta se veía parte del jardín del convento.

Al poco tiempo se oyó la voz de la monja, que preguntaba:

—¿Está usted ahí?

—Sí, hermana.

—La madre superiora dice que puede usted pasar, siempre que entre en la iglesia con el respeto debido y haga todas las reverencias ante el Santísimo Sacramento.

—Descuide usted, hermana, las haré.

Se separó del torno al decir esto; advirtió a la portera la respuesta afirmativa de la monja; tomó esta una llave grande, y le dijo a Fernando:

—Bueno, vámonos.

Salieron a dar la vuelta al convento.

—¿Cuántas monjas hay aquí? —preguntó Fernando.

—No hay mas que trece desde hace muchísimo tiempo.

—¿Es que no viene ninguna nueva a profesar?

—Sí, han venido varias, pero ha dado la casualidad de que, cuando se han reunido catorce, ha muerto alguna, y han vuelto a ser trece.

—Es extraño.

Dieron vuelta al convento, hasta llegar a la plaza, en la cual estaba colocada la iglesia.

Fernando tomó el agua bendita, y se arrodilló delante del altar.

Fue mirando los cuadros.

En el retablo mayor, tallado y esculpido por el Greco, en el intercolumnio, se veía, medio oculto por un altarcete de mal gusto, un cuadro del Greco, con figuras de más de tamaño natural, firmado en latín.

Recordó que le habían dicho que aquel cuadro no era del Greco, sino la copia de otro que había estado en aquel lugar, y que se lo había llevado, con el asentimiento de las monjas, un infante de España.

Admiró después, en los retablos colaterales, dos cuadros que le parecieron maravillosos: una Resurrección y un Nacimiento, y se acercó al púlpito de la iglesia a ver una Verónica pintada al blanco y negro.

Al acercarse al púlpito vio frente al altar mayor, en la parte de atrás de la iglesia, dos rejas de poca altura, y, a través de ellas, el coro, con una sillería de madera tallada y el techo lleno de artesonados admirables.

En el ambiente oscuro se veían tres monjas arrodilladas, con el manto blanco como el plumaje de una paloma y la toca negra sobre la cabeza. A la luz tamizada y dulce que entraba cernida por las grandes cortinas del coro, aquellas figuras tenían la simetría y el contraste fuerte de claro-oscuro de un cuadro impresionista.

Haciendo como que contemplaba el cuadro de la Verónica, Ossorio se fue acercando a una de las rejas distraídamente, y, cuando estaba cerca, miró hacia el interior del coro.

Las tres monjas le lanzaron una ojeada escrutadora.

La abadesa tuvo una mirada de desdén observador; otra de las monjas miró con curiosidad, y la tercera lanzó a Fernando una mirada con sus ojos negros llenos de pasión, de tristeza y de orgullo. No fue mas que un momento, pero Fernando sintió aquella mirada en lo más íntimo de su alma.

La superiora se levantó de su sillón y extendió los brazos para colocar bien su hábito, como un pájaro blanco que extiende las alas; las otras dos monjas la siguieron sin volver el rostro.

Después, en los días posteriores, iba Fernando, por la mañana temprano, a oír la misa del convento.

En la iglesia, que solía oler a cerrado, no había más que algunas viejas enlutadas y algunos ancianos.

Fernando oía la misa, se colocaba cerca de la doble reja del coro, y veía a la monja a poca distancia suya, rezando, con la toca negra, que servía de marco a una cara delgada, fina, de ojos brillantes, valientes y orgullosos. Sus manos eran huesudas, con los dedos largos, delgados, que, al cruzarse los de una mano con la otra para rezar, formaban como un montón blanco de huesos.

Un día Fernando se decidió a escribir a la monja. Lo hizo así, y fue a la portería del convento a convencer a la portera para que entregase la carta a la monja.

Por la conversación que tuvo con la portera, comprendió que no haría nunca lo que él deseaba.

Lo único que averiguó fue que la monja pálida, de ojos negros, alta y delgada, se llamaba la hermana Desamparados, y que era la que tocaba el órgano y el armónium en las fiestas.

Todos los días Ossorio iba dispuesto a entregarle una carta rabiosa, proponiéndola escaparse de allá con él, que estaba dispuesto a todo.

Se sentía a veces con fuerza para hacer un disparate muy grande; otras, se sentía débil como un niño.

Le indignaba pensar que aquella mujer, en cuyos ojos se leía el orgullo, la pasión, tuviera que vivir encerrada entre viejas imbéciles, sufriendo el despotismo de la superiora, atormentada por pensamientos de amor, sin ver el cielo azul.

Una mañana, después de misa, Fernando vio a la hermana Desamparados rezando en un reclinatorio, cerca de la verja. En el coro no había más que otra monja. La superiora no estaba.

Fernando, haciendo como que miraba a un altar, con la mano izquierda introdujo la carta por la reja.

La hermana Desamparados, al notar el movimiento, indicó con los ojos a Fernando algo como una señal de alarma. Entonces, de pronto, Ossorio vio levantarse a la otra monja, una vieja negruzca de cara terrosa, y acercarse a la reja con una expresión tan terrible en la mirada, que quedó perplejo. A pesar de esta perplejidad, tuvo tiempo para meter la mano entre las rejas y recoger la carta. Después miró tranquilamente a la vieja, que parecía un espectro, una cara de loca, alucinada y furiosa, y, volviéndose hacia la puerta, huyó con rapidez.

Al día siguiente, Fernando ya no vio a la hermana Desamparados, y en los días posteriores, tampoco. A veces, el armónium cantaba, y en sus notas creía ver Fernando las quejas de aquella mujer de la cara pálida, de los ojos negros llenos de fuego y de pasión.