XXVIII

ENTRARON en el comedor, provisionalmente alhajado. Era ya el anochecer. Se sentaron a la mesa, además del anfitrión, el médico grueso, el teniente Arévalo y Fernando.

La conversación revoloteó sobre todos los asuntos, hasta que fue a parar en los atentados anarquistas.

Arévalo señaló a Ossorio como uno de tantos demagogos partidarios de la destrucción en el terreno de las ideas.

El pedagogo se sintió indignado, y entonces el gobernador le dijo:

—Pero si aquí todos somos anarquistas.

El pedagogo anunció que iba a hacer un libro en el cual plantearía, como única base de la sociedad, esta: «El fin del hombre es vivir».

Los cuatro comensales, en vez de encontrar la base social hallada por el pedagogo firme y sólida, la creyeron digna de la chacota y de la broma.

—Pues, sí, señor; es la única base social: El fin del hombre es vivir. Es verdad que esta frase puede representar lo más egoísta y mezquino si se dice: El fin de cada hombre es vivir.

A pesar del distingo, todos rieron a costa de la base social tan importante y trascendentalísima.

De esta cuestión, mezclada con ideas políticas y sociales, se pasó a hablar del arzobispo de Toledo.

Uno decía que era un hereje, otro que un modernista. Arévalo se encogió de hombros: él creía que el cardenal arzobispo era un majadero; se aseguraba que creía en la sugestión a distancia y en el hipnotismo, y que deseaba que el clero español estudiara y se instruyese.

Con este objeto enviaba a algunos curas jóvenes al extranjero.

Había tenido la idea de fundar un gran periódico demócrata y católico al mismo tiempo; pero ninguno de los obispos y arzobispos le secundó, y el de Sevilla dijo que aquel era el camino de la herejía.

Se empezaron a contar anécdotas del arzobispo.

A uno le había dicho: «¡Ríase usted de los masones! Eso es un espantajo que inventan los reaccionarios».

A un canónigo muy ilustrado le dijo, en confianza, que, entre San Pablo y San Pedro, él hubiera elegido a San Pablo.

Era un hombre demócrata que hablaba con las mujeres de la calle. Arévalo seguía encogiéndose de hombros y creyendo que era un majadero.

El pedagogo dijo que el anterior arzobispo, conociendo los instintos ambiciosos del actual, decía:

—Si él es Lagartijo, yo soy Frascuelo.

Se celebró la anécdota tanto como la exposición de la base social.

—En tiempo de agitación —concluyó diciendo el médico— este arzobispo sería capaz de hacer independiente de Roma la Iglesia española y erigirse Papa.

Se habló de las ventajas que esto tendría para Toledo, y después se discutió si esta ciudad tenía verdadero carácter místico.

El gobernador aseguró que el pueblo castellano no era un pueblo artista.

Decía que Toledo, lo mismo que está puesto en medio de la Mancha, podía estar en medio de Marruecos, repleto de obras artísticas de maestros alemanes, italianos, griegos, o discípulos de estos, sin que el pueblo las admirase, proviniendo aquel arte del instinto de lujo de los cabildos.

Así, en Toledo se advertía un arte de aluvión, sin raíz en la tierra manchega, adusta, seca, antiartística.

Arévalo no veía en Toledo más que una ciudad aburrida, una de las muchas capitales de provincia española donde no se puede vivir.

El pedagogo la llamaba la ciudad de la muerte: era el título que, según él, mejor cuadraba a Toledo.

Después se citó al Greco. Alguien contó que dos pintores impresionistas, uno catalán y el otro vascongado, habían ido a ver el Entierro del conde de Orgaz de noche, a la luz de los cirios.

—¿Vamos nosotros, a ver qué efecto hace? —dijo Arévalo.

—Vamos —repuso el gobernador—. Que le avisen al sacristán para que nos abra.

Hizo sonar el timbre, dio recado a un portero, se levantaron todos de la mesa y se pusieron los gabanes.

Fernando se estremeció sin saber por qué. Le parecía una irreverencia monstruosa ir a ver aquel cuadro con el cerebro enturbiado por los vapores del vino. Pensaba en aquella ciudad de sus sueños, llena de recuerdos y de tradiciones, poblada por la burguesía estúpida, gobernada espiritualmente por un cardenal baudeleresco y un gobernador volteriano.

Al salir del Gobierno era de noche. Se dirigieron por las callejuelas tortuosas hacia Santo Tomé.

La puerta de la iglesia estaba entornada; fueron entrando todos. El sacristán tenía encendidos los dos ciriales, y, entre él y su hijo, los levantaron hasta la altura del cuadro.

Fuera por excitación de su cerebro o porque las llamaradas de los cirios iluminaban de una manera tétrica las figuras del cuadro, Ossorio sintió una impresión terrible, y tuvo que sentarse en la oscuridad, en un banco, y cerrar los ojos.

Salieron de allá; fueron al Gobierno civil, y en la puerta se despidieron.

Fernando tenía la seguridad de que no podría dormirse, y comenzó a dar vueltas y vueltas por el pueblo. Se encontró en los alrededores de la cárcel. Bordeó el Tajo por un camino alto. En el fondo de ambas orillas brillaba el río como una cinta de acero a la luz vaga del anochecer, unida a la luz de la luna.

Al seguir andando se veía ensancharse el río y se divisaban las casitas blancas de los molinos; después, cerca de las presas, las orillas del Tajo se estrechaban entre paredones amarillentos cortados a pico.

Se hizo de noche, y la luna se levantó en el cielo, iluminando los taludes pedregosos de las orillas, e hizo brillar con un resplandor de azogue al río estrecho, encajonado en una angosta garganta, y que luego se veía extenderse por la vega.

Fernando sentía el vértigo al mirar para abajo al fondo del barranco, en donde el río parecía ir limando los cimientos de Toledo.

Siguió hacia el puente de Alcántara. El agua saltaba en la presa, tranquila, sin espuma; brillaban luces rojas en el fondo del río; más lejos, parpadeaban las luces en la barriada baja de las Covachuelas.

Sobre un monte, a la luz de la luna, se perfilaba, escueta y siniestra, la silueta de una cruz, que Fernando creyó que le llamaba con sus largos brazos.