XXVII

UN día que Fernando paseaba en el Zocodover, vio venir hacia él un muchacho teniente, amigo suyo, que se le acercó, le alargó la mano y se la apretó con efusión.

—Fernando, ¿tú por aquí?

Ossorio conocía desde niño al teniente Arévalo, pero no con gran intimidad.

Se pusieron a charlar, y al irse para casa Fernando dijo al teniente:

—No te convido a comer, porque aquí se come bastante mal.

—Hombre, no importa; vamos allá.

A Fernando le molestaba Arévalo, porque pensaba que querría darse tono entre la gente bonachona y silenciosa de la casa de huéspedes. Se sentaron a la mesa. El teniente habló de la vida de Toledo; de los juegos de ajedrez en el café Imperial; de los paseos por la Vega. En el teatro de Rojas no se sostenían las compañías.

Había ido una que echaba dos dramas por función; pusieron el precio de la butaca a seis reales y no fue nadie.

Sólo los sábados y los domingos había una buena entrada en el teatro. En el pueblo no había sociedad, la gente no se reunía, las muchachas se pasaban la vida en su casa.

Se interrumpió el teniente para hacer una pregunta de doble intención a Adela, la hija de la casa, que le contestó sin malicia alguna.

—Deja ya a la muchacha —le dijo irritado Fernando.

—¡Ah!, vamos. Te gusta y no quieres que otro la diga nada. Bueno, hombre, bueno; por eso no reñiremos —y el teniente siguió hablando de la vida de Toledo con verdadera rabia.

Salieron Arévalo y Ossorio a pasear. Arévalo quería llevar a Fernando a cualquier café y pasarse allí la tarde jugando al dominó. Fueron bajando hacia la Puerta del Sol. Junto a esta había una casita pequeña de color de salmón, con las ventanas cerradas, y el teniente propuso entrar allí a Fernando.

—¿Qué casa es esta? —dijo Ossorio.

—Es una casa de muchachas alegres. La casa de la Sixta. Una mujer que baila la danza del vientre que es una maravilla. ¿Vamos?

—No.

—¿Has hecho voto de castidad?

—¿Por qué no?

—Chico, tú no estás como antes —murmuró el teniente—. Has variado mucho.

—Es posible.

—¿Y quieres que pasemos la tarde andando por callejuelas en cuesta? Pues es un porvenir, chico.

Fernando estuvo por decirle que le dejara y se fuese; pero se calló, porque Arévalo creía que era una obligación suya impedir que Fernando se aburriera.

—¡Hombre! —dijo el teniente— tengo un proyecto; vamos al Gobierno civil.

—¿A qué?

—Veremos al gobernador. Es un hombre muy barbián.

Fernando trató de oponerse, pero Arévalo no dio su brazo a torcer. Habían de ir donde decía él o si no se incomodaba.

Se fueron acercando al Gobierno civil. Atravesaron un corredor que daba la vuelta a un patio; subieron por una escalera ruinosa y preguntaron por el gobernador.

No se había levantado aún.

—Sigue madrileño —murmuró el teniente sonriendo.

Podían pasar al despacho; Arévalo hizo algunas consideraciones humorísticas acerca de aquel gobernador refinado, amigo de placeres, gran señor en sus hábitos y costumbres, que dormía a pierna suelta en el enorme y destartalado palacio a las tres de la tarde.

El despacho del gobernador era un salón grande, tapizado de rojo, con dos balcones. En el testero principal había un retrato al óleo de Alfonso XII; unos cuantos sillones y divanes, una mesa de ministro debajo del retrato y dos o tres espejos en las paredes.

En medio de la sala zumbaba una estufa encendida. Como hacía mucho calor, Arévalo abrió un balcón y se sentó cerca de él. Desde allá se veía un entrelazamiento de tejados con las tejas cubiertas de musgos que brillaban con tonos amarillentos, verdosos y plateados. Por encima de las casas, como si fueran volando por el aire, se presentaban las blancas estatuas del remate de la fachada del Instituto. Se oían las campanas de alguna iglesia que retumbaban lentamente, dejando después de sonar una larga y triste vibración.

—Esto me aplasta —dijo Arévalo irritado—. ¡Qué silencio más odioso!

Fernando no le contestó.

Al poco rato entró un señor flaco, de bigote gris, en el despacho.

El teniente y él se saludaron con afecto, y después Arévalo se lo presentó a Fernando como escritor, sociólogo y pedagogo.

—¿No se ha levantado el gobernador? —pregunto el pedagogo.

—No; todavía, no. Sigue tan madrileño.

—Si; conserva las costumbres madrileñas. Yo ahora me levanto a las siete. Antes, en Madrid, me levantaba tarde.

Después, encarándose con Fernando, le dijo:

—¿A usted le gusta Toledo?

—¡Oh! Si. Es admirable.

—¡Ya lo creo!

Y el pedagogo fue barajando palabras de arquitectura y de pintura con un entusiasmo fingido.

En esto entró el gobernador, vestido de negro.

Era un hombre de mediana estatura, de barba negra, ojos tristes, morunos, boca sonriente y voz gruesa.

Saludó a Arévalo y al otro señor, cambió unas cuantas frases amables con Fernando, se sentó a la mesa, hizo sonar un timbre, y al conserje que se presentó le dijo:

—Que vengan a la firma.

Se presentaron unos cuantos señores, con un montón de expedientes debajo del brazo, y el gobernador empezó a firmar vertiginosamente.

—¿Ve usted ese retrato de Alfonso XII? —dijo a Fernando el pedagogo—. Pues es todo un símbolo de nuestra España.

—¡Hombre! ¿Y cómo es eso?

—Es un retrato que tiene su historia. Fue primitivamente retrato de Amadeo, vestido de capitán general; vino la República, se arrinconó el cuadro y sirvió de mampara en una chimenea; llegó la Restauración, y el gobernador de aquella época mandó borrar la cabeza de Amadeo y sustituirla por la de Alfonso. Es posible que esta de ahora sea sustituida por alguna otra cabeza. Es el símbolo de la España.

No había acabado de decir esto, cuando entró el secretario en la sala y habló al oído del gobernador.

—Que esperen un poco, y cuando concluya de firmar que pasen —dijo este.

Se retiraron los empleados con sus mamotretos debajo del brazo, y entraron en la sala los individuos de una comisión del Ayuntamiento de un pueblo que venían a quejarse del cura de la localidad.

El gobernador, volteriano en sus ideas, engrosó la voz y les dijo que él no podía hacer nada en aquel asunto.

¿Creían que el cura había faltado? Pues le procesaban, instruían expediente y le llevaban a presidio.

Los del Ayuntamiento, que comprendían que nada de aquello se podía hacer, marcharon cabizbajos y cariacontecidos.

Al salir estos, entró un señor grueso, bajito, muy elegante, con botas de charol y chaleco blanco, que habló a media voz y riéndose con el gobernador.

Concluyó diciendo:

—Usted hace lo que quiera; a mí me los han recomendado las monjas.

El gobernador hizo sonar el timbre, entró su secretario y le dijo:

—Diga usted a esos señores que pasen.

Aparecieron dos curas en la puerta y saludaron a todos haciendo grandes zalemas.

—¿Cómo está su excelencia?

—No me den ustedes tratamiento —dijo el gobernador, después de estrechar las manos a los dos—. Vamos aquí.

Y se fue a hablar con ellos al hueco de uno de los balcones.

El grupo del teniente Arévalo, el pedagogo y Fernando se había engrosado con el señor gordo de las botas de charol y del chaleco blanco.

Ossorio, interrogado por el pedagogo, contó la impresión que le había producido un convento al amanecer.

El señor bajo y gordo, que dijo que era médico, al oír que Ossorio creía en la espiritualidad de las monjas, dijo con una voz impregnada de ironía:

—¿Las monjas? Si; son casi todas zafias y sin educación alguna. Ya no hay señoritas ricas y educadas en los conventos.

—Sí. Son mujeres que no tienen el valor de hacerse lavanderas —afirmó el pedagogo— y vienen a los conventos a vivir sin trabajar.

—Yo las insto —continuó el señor grueso— para que coman carne. ¡Ca! Pues no lo hacen. Mueren la mar; como chinches. Luego ya no tienen ni dinero, ni rentas; viven diez o doce en caserones grandes como cuarteles, en unas celdas estrechas, malolientes, con el piso de piedra, sin que tengan ni una esterilla, ni nada que resguarde los pies de la frialdad.

—A mí me gustaría verlas —dijo el teniente—. Debe de haber algunas guapas.

—No, no lo crea usted. Si no estuviéramos en Adviento —replico el médico—, yo les llevaría a ustedes; pero ya no tiene interés.

De pronto se oyó la voz de uno de los curas que, en tono de predicador decía: —Todo el mundo tiene derecho a ser libre menos la Iglesia, y ¿esa es la libertad tan decantada?

El gobernador le dijo que hiciera lo que quisiese, que él no había de tomar cartas en el asunto, y les acompañó a los dos curas hasta la puerta.

El teniente y Fernando se despidieron del gobernador; y este les invitó a comer con él, dos días después.