AQUELLA misma tarde, en una librería religiosa de la calle del Comercio, compró Fernando los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola.
Sentía al ir a su casa verdadero terror y espanto, creyendo que aquella obra iba a concluir de perturbarle la razón.
Llegó a casa, y en su cuarto se puso a leer el libro con detenimiento.
Creía que cada palabra y cada frase estampadas allí debían de ser un latigazo para su alma.
Poco a poco, a medida que avanzaba en la lectura, viendo que la obra no le producía el efecto esperado, dejó de leer y se propuso reflexionar y meditar en todas las frases aquellas, palabra por palabra.
Al día siguiente reanudó la lectura, y el libro le siguió pareciendo la producción de un pobre fanático ignorante y supersticioso.
A Fernando, que había leído el Eclesiastés, le parecían los pensamientos del oscuro hidalgo vascongado sencillas vulgaridades.
El infierno, en aquel librito, era el lugar tremebundo pintado por los artistas medievales, por donde se paseaba el demonio con su tridente y sus ojos llameantes y en donde los condenados se revolvían entre el humo y las llamas, gritando, aullando, en calderas de pez hirviente, lagos de azufre, montones de gusanos y de podredumbre.
Una página de Poe hubiera impresionado más a Fernando que toda aquella balumba terrorífica. Pero, a pesar de esto, había en el libro, fuera del elemento intelectual, pobre y sin energía, un fondo de voluntad, de fuerza; un ansia para conseguir dícha ultraterrena y apoderarse de ella, que Ossorio se sintió impulsado a seguir las recomendaciones del santo, si no al pie de la letra, al menos en su espíritu.
«¿Habré nacido yo para místico? —se preguntaba Fernando algunas veces. Quién sabe si estas locuras que he tenido no eran un aviso de la Providencia. Debo ser un espíritu religioso. Por eso, quizá, no me he podido adaptar a la vida. Busquemos el descubrir lo que hay en el fondo del alma; debajo de las preocupaciones; debajo de los pensamientos; más allá del dominio de las ideas.»
Y a medida que iban pasando los días tenía necesidad de sentir la fe que le atravesara el corazón como con una espada de oro.
Tenía, también, la necesidad de humillarse, de desahogar su pecho llorando, de suplicar a un poder sobrenatural, a algo que pudiera oírle, aunque no fuera personalizado.