XXV

A los dos meses de estar en Toledo, Fernando se encontraba más excitado que en Madrid.

En él influían de un modo profundo las vibraciones largas de las campanas, el silencio y la soledad que iba a buscar por todas partes.

En la iglesia, en algunos momentos, sentía que se le llenaban los ojos de lágrimas; en otros seguía murmurando por lo bajo, con el pueblo, la sarta de latines de una letanía o las oraciones de la misa.

Él no creía ni dejaba de creer. Él hubiese querido que aquella religión tan grandiosa, tan artística, hubiera ocultado sus dogmas, sus creencias, y no se hubiera manifestado en el lenguaje vulgar y frío de los hombres, sino en perfumes de incienso, en murmullos del órgano, en soledad, en poesía, en silencio. Y así, los hombres, que no pueden comprender la divinidad, la sentirían en su alma, vaga, lejana, dulce, sin amenazas, brisa ligera de la tarde que refresca el día ardoroso y cálido.

Y, después, pensaba que quizá esta idea era de un gran sensualismo, y que en el fondo de una religión así, como él la señalaba, no había más que el culto de los sentidos. Pero ¿por qué los sentidos habían de considerarse como algo bajo, siendo fuentes de la idea, medios de comunicación del alma del hombre con el alma del mundo?

Muchas veces, al estar en la iglesia, le entraban grandes ganas de llorar, y lloraba.

«¡Oh! Ya estoy purificado de mis dudas —se decía a sí mismo—. Ha venido la fe a mi alma.»

Pero, al salir de la iglesia a la calle, se encontraba sin un átomo de fe en la cabeza. La religión producía en él el mismo efecto que la música: le hacía llorar, le emocionaba con los altares espléndidamente iluminados, con los rumores del órgano, con el silencio lleno de misterio, con los borbotones de humo perfumado que sale de los incensarios.

Pero que no le explicaran, que no le dijeran que todo aquello se hacía para no ir al infierno y no quemarse en lagos de azufre líquido y calderas de pez derretida; que no le hablasen, que no le razonasen, porque la palabra es el enemigo del sentimiento; que no trataran de imbuirle un dogma; que no le dijeran que todo aquello era para sentarse en el paraíso al lado de Dios, porque él, en su fuero interno, se reía de los lagos de azufre y de las calderas de pez, tanto como de los sillones del paraíso.

La única palabra posible era amar. ¿Amar qué? Amar lo desconocido, lo misterioso, lo arcano, sin definirlo, sin explicarlo. Balbucear como un niño las palabras inconscientes. Por eso la gran mística Santa Teresa había dicho: «El infierno es el lugar donde no se ama».

En otras ocasiones, cuando estaba turbado, iba a Santo Tomé a contemplar de nuevo el Enterramiento del Conde de Orgaz, y le consultaba e interrogaba a todas las figuras.

Una mañana, al salir de Santo Tomé, fue por la calleja del Conde a una explanada con un pretil.

Andaban por allí unos cuantos chiquillos que jugaban a hacer procesiones: habían hecho unas andas y colocado encima una figurita de barro, con manto de papel y corona de hoja de lata. Llevaban las microscópicas andas entre cuatro chiquillos; por delante iba el pertiguero con una vara con su contera y sus adornos de latón, y, detrás, varios chicos y chicas con cerillos y otras con cabos de vela.

Fernando se sentó en el pretil.

Enfrente de donde estaba había un gran caserón, adosado a la iglesia, con balcones grandes y espaciados en lo alto, y ventanas con rejas en lo bajo.

Fernando se acercó a la casa, metió la mano por una reja, y sacó unas hojas rotas de papel impreso. Eran trozos de los ejercicios de San Ignacio. En la disposición de Fernando, aquello le pareció una advertencia.

Callejeando, salió a la puerta del Cambrón, y desde allá, por la Vega Baja, hacia la puerta Visagra.

Era una mañana de octubre. El paisaje allí, con los árboles desnudos de hojas, tenía una simplicidad mística. A la derecha veía las viejas murallas de la antigua Toledo; a la izquierda, a lo lejos, el río con sus aguas de color de limo; más lejos, la fila de árboles que lo denunciaban, y algunas casas blancas y algunos molinos de orillas del Tajo. Enfrente, lomas desnudas, algo como un desierto místico; a un lado, el hospital de Afuera, y, partiendo de aquí, una larga fila de cipreses, que dibujaba una mancha alargada y negruzca en el horizonte. El suelo de la Vega estaba cubierto de rocío. De algunos montones de hojas encendidas salían bocanadas de humo negro, que pasaban rasando el suelo.

Un torbellino de ideas melancólicas giraba en el cerebro de Ossorio, informes, indefinidas. Se fue acercando al hospital de Afuera, y en uno de los bancos de la Vega se sentó a descansar. Desde allá se veía Toledo, la imperial Toledo, envuelta en nieblas, que se iban disipando lentamente, con sus torres y sus espadañas y sus paredones blancos.

Fernando no conocía de aquellas torres más que la de la catedral; las demás las confundía; no podía suponer de dónde eran.

Acababan de abrir la puerta del hospital de Afuera.

Fernando recordaba que allí dentro había algo, aunque no sabía qué.

Atravesó el zaguán y pasó a un patio con galerías sostenidas por columnas a los lados, lleno de silencio, de majestad, de tranquilo y venerable reposo. Estaba el patio solitario; sonaban las pisadas en las losas, claras y huecas. Enfrente había una puerta abierta, que daba acceso a la iglesia. Era esta grande y fría. En medio, cerca del presbiterio, se destacaba la mesa de mármol blanco de un sepulcro. A un lado del altar mayor, una hermana de la Caridad, subida en una escalerilla, arreglaba una lámpara de cristal rojo. Su cuerpo, pequeño, delgado, cubierto de hábito azul, apenas se veía; en cambio, la toca, grande, blanca, almidonada, parecía las alas blancas e inmaculadas de un cisne.

A la derecha del altar mayor, en uno de los colaterales, había un cuadro del Greco, resquebrajado; las figuras, todas alargadas, extrañas, con las piernas torcidas.

A Fernando le llamó la atención; pero estaba más impresionado por el sepulcro, que le parecía una concepción de lo más genial y valiente.

La cara del muerto, que no podía verse más que de perfil, producía verdadera angustia. Estaba, indudablemente, sacada de un vaciado hecho en el cadáver; tenía la nariz curva y delgada; el labio superior, hinchado; el inferior, hundido; el párpado cubría a medias el ojo, que daba la sensación de ser vidrioso.

La hermana de la Caridad se le acercó, y con acento francés le dijo: «Es el sepulcro del cardenal Tavera. Ahí está el retrato del mismo, hecho por el Greco.»

Fernando entró en el presbiterio.

Al lado derecho del altar mayor estaba: era un marco pequeño que encerraba un espectro, de expresión terrible, de color terroso, de frente estrecha, pómulos salientes, mandíbula afilada y prognata. Vestía muceta roja, manga blanca debajo; la mano derecha, extendida junto al birrete cardenalicio; la izquierda, apoyada despóticamente en un libro. Salió Fernando de la iglesia y se sentó en un banco del paseo. El sol salía del seno de las nubes, que lo ocultaban.

Veíase la ciudad destacarse lentamente sobre la colina en el azul puro del cielo, con sus torres, sus campanarios, sus cúpulas, sus largos y blancos lienzos de pared de los conventos, llenos de celosías, sus tejados rojizos, todo calcinado, dorado por el sol de los siglos y de los siglos; parecía una ciudad de cristal en aquella atmósfera tan limpia y pura. Fernando soñaba y oía el campaneo de las iglesias que llamaban a misa.

El sol ascendía en el cielo; las ventanas de las casas parecían llenarse de llamas. Toledo se destacó en el cielo lleno de nubes incendiadas…, las colinas amarillearon y se doraron, las lápidas del antiguo camposanto lanzaron destellos al sol… Volvió Fernando hacia el pueblo, pasó por la puerta Visagra y después por la del Sol. Desde la cuesta del Miradero se veía la línea valiente formada por la iglesia mudéjar de Santiago del Arrabal, dorada por el sol; luego, la puerta Visagra, con sus dos torres, y al último, el hospital de Afuera.