XXIV

UN domingo por la mañana, al levantarse, vio Fernando en casa a la otra hija de su patrona y hermana de Adela. Iba Teresa, la educanda del Colegio de Doncellas Nobles, todos los domingos a pasar el día con sus padres.

Mientras Ossorio se desayunaba, doña Antonia le explicó cómo logró conseguir una beca para su hija en el Colegio de Doncellas Nobles, por medio de don Pedro Nuño, que había hablado al secretario del arzobispo, y lo que había pagado por el equipo y la manera de vivir y demás condiciones de la fundación del Cardenal Silíceo.

El tener la chica en este Colegio halagaba a doña Antonia en extremo. Para ella era un bello ideal realizado.

Mientras doña Antonia daba todas estas explicaciones, que creía indispensables, entraron sus dos hijas, Adela y Teresa, la colegiala, la cual en seguida adquirió confianza con Ossorio.

—Tienen que ser hijas de Toledo para ir al Colegio —seguía diciendo doña Antonia—; si salen para casarse, las dan una dote, y si no se pueden casar, pasan allí toda su vida.

—No seré yo la que pase la vida allá con esas viejas —replicó Teresa, la colegiala—. ¡Que las den morcilla a todas ellas!

—Esta hija… es más repicotera. ¿Pues qué vas a hacer si no te casas?

—¡Cómo me casaré!

Teresa, la colegiala, era graciosa; tenía la estatura de Adela, la nariz afilada, los labios delgados, los ojos verdosos, los dientes pequeños y la risa siempre apuntando en los labios, una risa fuerte, clara, burlona; sus ademanes eran felinos. Repetía una porción de gracias que sin duda corrían por el Colegio, y las repetía de tal manera, que hacía reír.

A las primeras palabras que le dijo Fernando, le interrumpió ella diciéndole:

—¡Ay, qué risa con usted y con su suegra!

Teresa contó lo que pasaba en el Colegio.

La superiora era perrísima; la rectora también tenía más mal genio. Entre las mayores había una que dirigía la cocina, otras, las labores.

—Pero ¿viven ustedes todas juntas, o en cuartos?

—Cada una en su cuarto, y no nos reunimos más que para comer y rezar. ¡Es más aburrido!… Cada cuatro jóvenes tienen una mayor que las dirige, a la que llamamos tía.

—Y usted, ¿qué piensa hacer? ¿Salir del colegio, para casarse o meterse monja?

—Sí, monja… de tres en celda —replicó Adela, creyendo que la frase debía de tener mucha malicia.

—Yo quisiera casarme —dijo Teresa— con un hombre muy rico. A mí me entusiasman las batas de color de rosa, y las perlas y los brillantes. Luego, riéndose, añadió: —¡Ya sé que no me casaré sino con un pobretón! ¡Que les zurzan a los ricos con hilo negro!

—Pues yo —manifestó Adela— quisiera una casita en un cigarral y un marido que me quisiera muchísimo, y que yo le quisiera muchísimo, y que…

—Hija, qué perrísima eres —repuso la colegiala, y rodeó el cuello de Adela con su brazo y la atrajo hacia sí.

—Déjame, muchacha.

—No quiero, de castigo.

—¿A que no puede usted con ella? —preguntó Fernando a Teresa, señalando a su hermana.

—¿Que no? ¡Vaya! Y la estrechó entre sus brazos, sujetándola y besuqueándola.

Era aquella Adelita muy decidida y muy valiente, no callaba nada de lo que la pasaba por la imaginación. Volvieron a hablar Teresa y Adela de novios y de amoríos.

—¿Pero qué? —dijo Fernando—, ¿dos muchachas tan bonitas como ustedes no tienen ya sus respectivos galanes…, algún gallardo toledano; alguno de Sonseca?…

—¿Los de Sonseca…? Son más cazuelos —contestó Teresa.

Durante todo el día oyó Fernando la charla de las dos, interrumpida por carreras que daban por los pasillos de la casa, y por no pocas discusiones y riñas. Sobre todo, Adela, aquella muchacha tan valiente y decidida, era muy agradable y simpática.

—Yo no he estado en Madrid —le decía a Fernando antes de marcharse al colegio, con los ojos verdes brillantes—. ¡Debe ser más bonito! —añadía juntando las manos y sonriendo.