COMENZÓ a andar sin rumbo por las callejuelas en cuesta.
Se había nublado; el cielo, de color plomizo, amenazaba tormenta. Aunque Fernando conocía Toledo por haber estado varias veces en él, no podía orientarse nunca; así que fue sin saber el encontrarse cerca de Santo Tomé, y una casualidad hallar la iglesia abierta. Salían en aquel momento unos ingleses. La iglesia estaba oscura. Fernando entró. En la capilla, bajo la cúpula blanca, en donde se encuentra El enterramiento del conde de Orgaz, apenas se veía; una luz débil señalaba vagamente las figuras del cuadro. Ossorio completaba con su imaginación lo que no podía percibir con los ojos. Allá en el centro del cuadro veía a San Esteban, protomártir, con su áurea capa de diácono, y en ella, bordada la escena de su lapidación, y San Agustín, el santo obispo de Hipona, con su barba de patriarca blanca y ligera como humo de incienso, que rozaba la mejilla del muerto.
Revestidos con todas sus pompas litúrgicas, daban sepultura al conde de Orgaz y contemplaban la milagrosa escena, monjes, sacerdotes y caballeros.
En el ambiente oscuro de la capilla el cuadro aquel parecía una oquedad lóbrega, tenebrosa, habitada por fantasmas inquietos, inmóviles, pensativos.
Las llamaradas cárdenas de los blandones flotaban vagamente en el aire, dolorosas como almas en pena.
De la gloria, abierta al romperse por el Ángel de la Guarda las nubes macizas que separan el cielo de la tierra, no se veían más que manchones negros, confusos.
De pronto, los cristales de la cúpula de la capilla fueron heridos por el sol, y entró un torrente de luz dorada en la iglesia. Las figuras del cuadro salieron de su cueva.
Brilló la mitra obispal de San Agustín con todos sus bordados, con todas sus pedrerías; resaltó sobre la capa pluvial del santo obispo de Hipona la cabeza dolorida del de Orgaz, y su cuerpo, recubierto de repujada coraza milanesa, sus brazaletes y guardabrazos, sus manoplas, que empuñaron el pendiente.
En hilera colocados, sobre las rizadas gorgueras españolas, aparecieron severos personajes, almas de sombra, almas duras y enérgicas, rodeadas de un nimbo de pensamiento y de dolorosas angustias. El misterio y la duda se cernían sobre las pálidas frentes.
Algo aterrado de la impresión que le producía aquello, Fernando levantó los ojos, y en la gloria abierta por el ángel de grandes alas, sintió descansar sus ojos y descansar su alma en las alturas donde mora la Madre rodeada de eucarística blancura en el fondo de la Luz Eterna.
Fernando sintió como un latigazo en sus nervios, y salió de la iglesia.