A las dos o tres semanas de estar en casa de doña Antonia, comenzó Fernando a conocer y a intimar con los demás huéspedes.
Había dos curas en la casa, un muchacho teniente y un registrador de un pueblo inmediato, con su madre.
De los dos curas, el uno, don Manuel, tenía una cara ceñuda y sombría, abultada, de torpes facciones. Era hombre de unos cuarenta y cinco años, de cuerpo alto y robusto, de pocas palabras, y estas con frecuencia acres y malhumoradas; parecía estar distraído siempre.
La patrona, en el seno de la confianza, suponía que estaba enamorado. Quizá estaba enamorado de alguien o de algo, porque se hallaba continuamente fuera de la realidad. Sin embargo, no tenía nada de místico.
Se contaba en la casa que, aunque cumplía siempre su misión escrupulosamente, no era muy celoso. Además, no confesaba nunca.
—Un día me tiene usted que confesar, don Manuel —le dijo la patrona.
—No, señora —le contestó don Manuel con violencia—; no tengo ganas de ensuciarme el alma.
El otro cura, don Pedro Nuño, era todo lo contrario de don Manuel: amable, sonriente, aficionado a la arqueología, pero aficionado con verdadero furor.
Ossorio fue a visitar una vez a este cura, y viendo que le acogía muy bien, después de comer echaba con él un párrafo, tocando de paso todos los puntos humanos y divinos de la religión y de la ciencia.
El despacho de don Pedro Nuño daba por dos ventanas a la calle, y era el mejor de la casa.
El suelo era de una combinación de ladrillos encarnados y blancos; en las paredes había un zócalo de azulejos árabes.
Guardaba don Pedro en su gabinete un monetario completo de monedas romanas que había coleccionado en Tarragona, y una porción de libros viejos encuadernados en pergamino.
A pesar de su afición por las cosas artísticas, tenía una noción clara, aunque un tanto desdeñosa, de las actuales. Sin darse cuenta, era un volteriano. La idea de arte había substituido en él toda idea religiosa.
Si le dejaba hablar, y hablaba con mucha gracia, con acento andaluz, duro, aspirando mucho las haches, se deslizaba hasta considerar la Iglesia como la gran institución protectora de las artes y de las ciencias, y se permitía bromas sobre las cosas más santas. Si se trataba de atacar las ideas religiosas, que él decía tener, aunque no las tenía, entonces se le hubiera tomado por un fanático completo.
Más que la irreligiosidad —que en algunos no le molestaba por completo, el Diccionario Filosófico, de Voltaire, lo citaba mucho en sus escritos— le indignaban algunas cosas nuevas; el neocristianismo de Tolstoi, por ejemplo, del cual tenía noticias por algunas críticas de revistas, le sacaban de quicio.
Para él, aquel noble señor ruso era un infatuado y un vanidoso que tenía talento, él no lo negaba, pero que el zar debía de obligarle a callar, metiéndolo en una casa de locos.
El mismo odio sentía por los autores del Norte, a quien no conocía y le molestaba que periodistas y críticos españoles, en las revistas y en los periódicos, supieran que aquellos rusos y noruegos y dinamarqueses valieran más que los franceses, que los españoles e italianos.
Las mixtificaciones y exageraciones graciosas de los historiadores le encantaban.
Uno de los párrafos que le leyó a Fernando el primer día, sonriendo maliciosamente, era este, de una Historia de Toledo, que estaba consultando:
Vio que para albergar a la gran Casa de Austria en la ostentación magnífica que se porta, era su Real Alcázar nido estrecho; y así, en lo más salutífero de su territorio, y adonde con más anchura pudiese ostentar su Corte, le fabricó palacio. De suerte, que Madrid es como nuevo Alcázar de Toledo, un arrabal, un barrio, un retiro suyo, donde, como a desahogarse, se ha retirado toda la Grandeza y Nobleza de Toledo.
De los otros huéspedes, el militar joven se pasaba la mayor parte del día en la Academia, en donde estaba destinado.
El otro, el registrador, don Teodoro, era un hombre humilde y triste. Su padre, minero de Cartagena, había prometido con cierto fervor religioso en algún momento de mala suerte que si una mina le daba resultado dotaría un asilo o una casa de beneficencia.
Efectivamente, le dio resultado la mina, y en vez de dotar el hospital, empezó a gastar dinero a troche y moche, tuvo tres o cuatro queridas, se arregló además con la criada de su casa, y como esta quedara embarazada, quiso que su hijo se casara con ella.
Don Teodoro protestó, y con su madre se fue a Madrid, hizo oposiciones y las ganó.
Muchos de estos detalles le contaban a Fernando por la tarde en el cuarto en donde cosían las mujeres de la casa, incluso la vieja criada.
De aquellas conversaciones comprendía Ossorio claramente que Toledo no era ya la ciudad mística soñada por él, sino un pueblo secularizado, sin ambiente de misticismo alguno.
Sólo por el aspecto artístico de la ciudad podía colegirse una fe que en las conciencias ya no existía.
Los caciques, dedicados al chanchullo; los comerciantes, al robo; los curas, la mayoría de ellos con sus barraganas, pasando la vida desde la iglesia al café, jugando al monte, lamentándose continuamente de su poco sueldo; la inmoralidad, reinando; la fe, ausente, y para apaciguar a Dios, unos cuantos canónigos cantando a voz en grito en el coro, mientras hacían la digestión de la comida abundante, servida por alguna buena hembra.