CUANDO comenzó a sentirse mejor, compró unas antiparras negras, que le tapaban por completo los ojos, y con ellas puestas paseaba todos los días en Zocodover, a la sombra, entre empleados, cadetes y comerciantes de la ciudad; veía a los chiquillos que llegaban por el Miradero, voceando los periódicos de Madrid, y, como no le interesaban absolutamente nada las noticias que pudieran tener, no los compraba.
El primer día que se encontró ya bien, decidió marcharse de la posada e ir a la casa de huéspedes que le había recomendado el hombre en compañía del cual fue a Toledo. Se levantó de madrugada, como casi todos los días, se desayunó con un bartolillo que compró en una tienda de allí cerca, salió a Zocodover, y, callejeando, llegó a la plaza de las Capuchinas, cerca de la cual le habían indicado que se hallaba la casa de huéspedes; la encontró, pero estaba cerrada. Volvió de aquí para allá, a fin de matar el tiempo, hasta encontrarse en una plaza en donde se veía una iglesia grandona y churrigueresca, con dos torres a los lados, portada con tres puertas y una gradería, en la que estaban sentadas una porción de mujeres y de chicos.
Entre aquellas mujeres había algunas que llevaban refajos y mantos de bayeta de unos colores desconocidos en el mundo de la civilización, de un tono tan jugoso, tan caliente, tan vivo, que Fernando pensó que sólo allí pudo el Greco vestir sus figuras con los paños espléndidos con que las vistió.
En medio de la plaza había una fuente y un jardinillo con bancos. En uno de estos se sentó Fernando.
En la acera de una callejuela en cuesta, que partía de la plaza, se veía una fila de cántaros sosteniéndose amigablemente, como buenos camaradas; unos hacían el efecto de haberse dormido sobre el hombro de sus compañeros; otros, apoyándose en la pared, tan gordos y tripudos, parecían señores calmosos y escépticos, completamente convencidos de la inestabilidad de las cosas humanas.
A un lado de la plaza, por encima de un tejado, asomaba la gallarda torre de la catedral.
Ossorio miraba a los cántaros y a las personas sentadas en las gradas de la iglesia, preguntándose qué esperarían unos y otras.
En esto, vino un hombre con un látigo en la mano, se acercó a la fuente, hizo una serie de manipulaciones con unos bramantes y unas cañas, y, al poco rato, el agua empezó a manar.
Entonces, el hombre restalló el látigo en el aire.
Inmediatamente, como una bandada de gorriones, toda la gente apostada en las gradas bajó a la plaza; cogieron mujeres y chicos los cántaros en la acera de la callejuela, y se acercaron con ellos a la fuente.
Después de contemplar el espectáculo, pensó Fernando que estaría ya abierta la casa.
A pesar de que sabía que estaba cerca de las Capuchinas, de la calle de las Tendillas y de otra que pasa por Santa Leocadia y Santo Domingo el antiguo, se perdió a pocos metros de distancia, y tuvo que dar muchas vueltas para encontrarla.
Entró Fernando en el oscuro zaguán, llamó la campanilla, y, abierta la puerta, pasó a un patio, no muy grande, con el suelo de baldosa encarnada.
En el centro había unos cuantos euonymus, y en un ángulo un aljibe. En uno de los lados estaba la puerta del piso bajo, que daba a una galería estrecha o pasillo con ventanas, en una de las cuales se sujetaba la cuerda, que al tirar de ella abría la puerta del zaguán; del pasillo partía la escalera, que era clara, con una gran linterna de cristales en el techo, que dejaba pasar la claridad del sol.
En el piso alto vivía la patrona; el bajo lo tenía alquilado a otra familia.
La casa era grande y bastante oscura, pues aunque daba a una calle y tenía un patio en medio, estaba rodeada de casas más altas que no la dejaban recibir el sol.
Desde que se entraba, olíase a una planta rústica, quemada, que recordaba los olores de las sacristías.
Fernando preguntó en el piso bajo por la casa de doña Antonia, y le indicaron que subiera al principal.
Allí se encontró con la patrona, una mujer gruesa, feoscota, de unos treinta y cinco a cuarenta años, de cara redonda y pálida, ojos negros, voluptuosos, y modo de hablar un tanto libre.
Su marido era empleado en el Ayuntamiento, un hombre bajito, charlatán y movedizo, al que vio salir Fernando para ir a la oficina.
No tuvieron que discutir ni condiciones ni precio, porque a Ossorio le pareció todo muy barato; y por la tarde abandonó la posada y fue a instalarse en la casa nueva.
El cuarto que ocupó Fernando era un cuarto largo, para entrar en el cual había que subir unos escalones; estaba blanqueado y tenía más alto el techo que las demás habitaciones de la casa. El balcón, de gran saliente, daba a una callejuela estrechísima, y parecía que se podía dar la mano con el vecino de enfrente, un cura viejo, alto y escuálido, que por las tardes salía a una azotea pequeña, y paseando de un lado a otro y rezando, se pasaba las horas muertas.
En el cuarto había una cómoda grande, y sobre ella, en medio, una Virgen del Pilar de yeso, y a los lados, fanales de cristal, y dentro de ellos, ramilletes hechos de conchitas pequeñas, pegadas unas a otras, imitando margaritas, rosas, siemprevivas, abiertas o en capullo, en medio de un follaje espeso, formado por hojas de papel verde, descoloridas por la acción del tiempo.
El cuarto de Fernando estaba frente a una escalera de ladrillo que conducía a la cocina y a otros dos cuartos grandes, y que seguía después hasta terminar en un terrado.
La cama era de varias tablas sostenidas por dos bancos pintados de verde.
Indudablemente, doña Antonia, viendo a Fernando tan preocupado y distraído, le había puesto en el peor cuarto de la casa.
Comía Ossorio casi siempre solo, mucho más temprano que los demás huéspedes.
En aquellas horas no solía haber en el comedor más que una vieja, ciega y chocha, que tenía un aspecto de bruja de Goya, con la cara llena de arrugas y la barba de pelos, que hacía muecas y se reía hablando a un niño recién nacido que llevaba en brazos; la vieja solía venir con una muchachita, hija de la casa, de aspecto monjil, aunque muy sonriente, que muchas veces le servía la comida a Fernando.
Se sentaba la abuelita en una silla, la muchacha traía el niño, se lo entregaba a la vieja, y esta pasaba horas y horas con él.
«¡Qué de cosas se dirían sin hablarse aquellas dos almas! —pensaba Fernando—; y si, efectivamente, las almas primitivas son las que mejor pueden comunicarse sin la palabra, ¡qué de cosas no se dirían aquellas!»
Un día, mientras estaba comiendo, Fernando habló con la vieja:
—¿Es usted de Toledo? —le preguntó.
—No. Soy de Sonseca.
—¿Pero vive usted aquí?
—Unas veces aquí, con mi hijo; otras, con mi hija, en Sonseca.
—Esa criatura, ¿es su nieto?
—Sí, señor.
Entró la muchachita, la hija de la patrona, que servía algunas veces la mesa, y, dirigiéndose a la anciana, murmuró:
—Abuela, ¡a ver si no pone usted así al chico, que lo va usted a tirar al suelo!
—¿Es su abuela? —preguntó Ossorio a la muchacha.
—Sí. Es la madre de mi padre.
—¿Madre del dueño de la casa? Entonces, ¿tendrá muchos años?
—Figúrese usted —contestó, riendo—. Yo no sé los que tiene. Se lo voy a preguntar. Abuela, ¿cuántos años tiene usted?
—Más de setenta… y más de ochenta.
—No sabe —dijo la muchacha, volviéndose a reír. Al reírse, sus ojos estaban llenos de guiños cándidos, enseñaba los dientecillos blancos y, a veces, entornaba los ojos, que entonces casi no se veían.
—Y usted, ¿cuántos años tiene? —le preguntó Fernando.
—¿Yo? Dieciocho.
—Tiene usted un hermano, ¿verdad?
—Un hermano y una hermana.
—A la hermana no la he visto.
—Está en el Colegio de Doncellas Nobles.
—¡Caramba! Y el hermano, ¿estudia?
—Sí. Estudió para cura.
—¿Y ha dejado la carrera?
—No le gustaba. Mi padre quería que mi hermano fuese cura, y nosotras monjas; pero no queremos.
—Usted se querrá casar, claro.
—Sí; cuando tenga más años.
—Pero ya tiene usted edad de casarse. ¡A los diez y ocho años!
—¡Bah! A los diez y ocho años dice mi madre que sólo se casan las locas que no saben ni el arreglo de la casa.
—Pero usted ya lo sabe.
—Yo, sí; pero ¿para qué me voy a casar tan pronto? —Y miró a Fernando con una expresión de alegría, de dulzura, de serenidad.
Para la muchacha aquella, lo único importante para casarse era saber el arreglo de la casa.
Era interesante la niña; sobre todo, muy mona. Se llamaba Adela.
A primera vista, no parecía una preciosidad; pero fijándose bien en ella, iban notándose perfecciones. Su cabeza rubia, de tez muy blanca, hubiera podido ser de un ángel de Rubens, algo anémico.
El cuerpo, a través del vestido, daba la impresión de ser blando, linfático, perezoso en sus movimientos.
Era la chica hacendosa por gusto, y se pasaba el día haciendo trabajos y diligencias, porque no le gustaba estar sin hacer nada.
No conocía las calles de Toledo. Se había pasado la vida sin salir de casa.
La mayor parte de los días, de las Capuchinas a casa, y de casa a las Capuchinas, era su único paseo. De vez en cuando, algún día de fiesta iba con su padre por el camino de la Fábrica, bajaban por cerca de la Diputación, tomaban por el presidio antiguo, a salir al paseo de Marchán, y volvían a casa. Esta era su vida.
Quizá aquel aislamiento le permitía tener un carácter alegre.
Fernando, que había notado que comiendo temprano le servía la comida Adela, porque la criada vieja solía estar ocupada, iba a casa antes de las doce. En la comida hablaba con la abuela de Sonseca y con Adela, y para disimularse el placer que esto le daba, se decía a sí mismo seriamente.
—Aprendo en las palabras de la vieja y de la niña la sencillez y la piedad.