XX

LLEGÓ a la imperial ciudad por la mañana, a las ocho.

Entró por el puente de Alcántara.

El día era fresco, hermoso, tranquilo. El cielo, azul, limpio, con nubes pequeñas, redondeadas, negruzcas en su centro, adornadas con un reborde blanco reverberante.

El cochero le recomendó una casa de huéspedes de la plaza de las Capuchinas que él conocía; pero Fernando prefería ir a un mesón.

El cochero paró el coche en una posada a la entrada de Zocodover, enfrente de un convento.

Era el mesón modernizado, con luz eléctrica, pero simpático en su género. Un pasillo en cuesta, con el suelo recubierto de cascajo, conducía a un patio grande, limpio y bien blanqueado, con techumbre de cristalería en forma de linterna.

En el patio se abrían varias puertas: la de las cuadras, la de la cocina, y otras, y desde él subía la escalera para los pisos altos de la casa. Era el patio el centro de la posada: allí estaba la artesa para lavar la ropa, el aljibe con su pila para que bebiese el ganado; allí aparejaban los arrieros los caballos y las mulas, y allí se hacía la tertulia en el verano al anochecer.

En aquella hora, el patio estaba desierto; llamó Ossorio varias veces, y apareció el posadero, hombre bajo y regordete, que abrió una de las puertas, la del comedor, e hizo pasar a Fernando a un cuarto largo, estrecho, con una mesa también larga en medio, dos pequeñas a los lados, y en el fondo dos armarios grandes y pesadotes, llenos de vajilla pintarrajeada de Talavera.

Desayunóse Fernando, y salió a Zocodover.

La luz del sol le produjo un efecto de dolor en los ojos, y, algo mareado, se sentó en un banco.

Una turba de chiquillos famélicos se acercó a él.

—¿Quiere usted ver la Catedral, San Juan de los Reyes, la Sinagoga?

—No, no quiero ver nada.

—Una buena fonda; un intérprete.

—No, nada.

Musiú, musiú, deme usted un —gritaban otros chiquillos.

Fernando volvió a la posada y se acostó pronto. Al día siguiente se encontró con que no podía abrir los ojos de inflamados que nuevamente los tenía, y se quedó en la cama.

La gente del mesón le dejaba solo, sin cuidarse más que de llevarle la comida.

En aquel estado era un flujo de pensamientos el que llegaba a su cerebro.

De optimista pensaba que aquella enfermedad, los días horribles que estaba pasando, podían ser dirigidos para él por el destino, con un móvil bueno, a fin de que se mejorase su espíritu. Después, como no admitía una voluntad superior que dirigiera los destinos de los hombres, pensaba que, aunque las desgracias y las enfermedades en sí no tuviesen un objeto moral, el individuo podía dárselos, puesto que los acontecimientos no tienen más valor que aquel que se les quiere conceder.

Otras veces hubiera deseado dormir. Pasar toda la vida durmiendo con un sueño agradable, ¡qué felicidad! ¡Y si el sueño no tuviera ensueños! Entonces, aun felicidad mayor. Pero como el sueño está preñado de vida, porque en las honduras de esa muerte diaria se vive sin conciencia de que se vive, al despertar Ossorio y al no hacer gasto de su energía ni de su fuerza, esta energía se transformaba en su cerebro en un ir y venir de ideas, de pensamientos, de proyectos, en un continuo oleaje de cuestiones, que salían enredadas como las cerezas, cuando se tira del rabito de una de ellas.

Decía, por ejemplo, inconscientemente, en voz alta, quejándose: «¡Ay, qué vida esta!».

Y el cerebro, automáticamente, hacía el comentario «¿Qué es la vida? ¿Qué es vivir? ¿Moverse, ver, o el movimiento anímico que produce el sentir? Indudablemente, es esto: una huella en el alma, una estela en el espíritu, y, entonces, qué importa que las causas de esta huella, de esta estela, vengan del mundo de adentro o del mundo de afuera. Además, el mundo de afuera no existe; tiene la realidad que yo le quiero dar. Y, sin embargo, ¡qué vida esta más asquerosa!».