LLEGARON antes del mediodía a La Granja y comieron los dos en una casa de comidas. Por la tarde fueron a ver los jardines, que en el filosófico arriero no hicieron impresión alguna.
A Fernando, todas aquellas fuentes de gusto francés; aquellas estatuas de bronce de los Padres ríos, con las barbas rizadas; aquellas imitaciones de Grecia, pasadas por el filtro de Versalles; aquellas esfinges de cinc blanqueado, peinadas a lo Madama Pompadour, le parecieron completamente repulsivas, de un gusto barroco, antipático y sin gracia.
Salieron de La Granja y por la noche llegaron a un pueblo; durmieron en la posada, y a la mañana siguiente, antes de que se hiciese de día, aparejaron las mulas, las engancharon y salieron del pueblo.
La luz eléctrica brillaba en los aleros de las casuchas negruzcas, débil y descolorida; la luna iluminaba el valle y plateaba el vaho que salía de la tierra húmeda.
En el campo oscuro rebrillaban como el azogue, charcos y regueros que corrían como culebrillas.
En un redil veíase un rebaño de ovejas blanquinegras, y cubiertos con una gran manta los pastores, a quienes se veía rebullir debajo…
El camino trazaba una curva. Desde lejos se veía el pueblo con sus casas en montón y las paredes blancas por la luna.
Pasando por Torrelodones y Las Rozas, llegaron a Aravaca por la tarde, y de aquí, por la Puerta de Hierro, decidieron seguir por el paseo de los Melancólicos, que pasa por entre el Campo del Moro y la Casa de Campo, sin parar en Madrid.
El día era domingo. A la caída de la tarde, entre dos luces, llegaron a la Puerta de Hierro. Hacía un calor sofocante.
En el cielo, hacia el Pardo, se veía una faja rojiza de color de cobre.
En la Casa de Campo, por encima de la tapia blanca, aparecían masas de follaje, que en sus bordes se destacaban sobre el cielo con las ramitas de los árboles como las filigranas esculpidas en las piedras de una catedral.
En el río, sin agua, con dos o tres hilillos negruzcos, se veían casetas hechas de esparto y se levantaba de allí una peste del cieno imposible de aguantar.
En los merenderos de la Bombilla se notaba un movimiento y una algarabía grandes.
El camino estaba lleno de polvo. Cuando llegaron en el carro, cerca de la Estación del Norte, había anochecido.
No se veía Madrid, envuelto como estaba en una nube de polvo. A largos trechos brillaban los faroles rodeados de un nimbo luminoso.
La gente tornaba de pasear, de divertirse, de creer, por lo menos, que se había divertido, pasando la tarde aprisionado en un traje de domingo, bailando al compás de las notas chillonas de un organillo.
En los tranvías, hombres, mujeres y chicos, sudorosos, llenos de polvo, luchaban a empujones, a brazo partido, para entrar y ocupar el interior o las plataformas de los coches, y cuando estos se ponían en movimiento, rebosantes de carne, se perdían de vista pronto en la gasa de calor y de polvo que llenaba el aire.
La atmósfera estaba encalmada, asfixiante; la multitud se atropellaba, gritaba, se injuriaba, quizá sintiendo los nervios irritados por el calor.
Aquel anochecer, lleno de vaho, de polvo, de gritos, de mal olor; con el cielo bajo, pesado, asfixiante, vagamente rojizo; aquella atmósfera, que se mascaba al respirar; aquella gente endomingada, que subía en grupos hacia el pueblo, daba una sensación abrumadora, aplastante, de molestia desesperada, de malestar, de verdadera repulsión.