A la mañana siguiente, de madrugada, salió Fernando de casa. Había en el aire matinal del pueblo, además de su frescura, un olorcillo a pajar muy agradable. Pasó por la calle de San Francisco a preguntar en la posada de Vizcaínos por un arriero, llamado Polentinos, que iba a Madrid en su carro; y como la posada de Vizcaínos estuviese cerrada, siguió andando hasta la plaza del Azoguejo.
Volvió al poco rato calle arriba, entró en la posada y preguntó por Polentinos. Estaba ya preparando el carro para salir.
Nicolás Polentinos era un hombre bajo, fornido, de cara ancha, con un cuello como un toro, los ojos grises, los labios gruesos, belfos. Llevaba un sombrero charro de tela, de esos sombreros que, puestos sobre una cabeza redonda, parecen el planeta Saturno rodeado de su anillo. Vestía traje pardo y botas hasta media pierna.
—¿Es usted el señor Polentinos?
—Para servirle.
—Me han dicho en la posada del Potro que va usted a Madrid en carro.
—Sí, señor.
—¿Quiere usted llevarme?
—¿Y por qué no? ¿Es un capricho?
—Sí.
—Pues no hay inconveniente. Yo salgo ahora mismo.
—Bueno. Ya arreglaremos lo del precio.
—Cuando usted quiera.
—¿Por dónde iremos?
—Pues de aquí a La Granja, y por la venta de Navacerrada a salir hacia Torrelodones, y de allá, pasando por Las Rozas y Aravaca, a Madrid. Es posible que yo no entre en Madrid —añadió Polentinos—; tengo que ir a Illescas a ver a una hija.
—¿Y por qué no va usted en tren?
—¿Para qué? No tengo prisa.
—¿Cuántas leguas tenemos de aquí a Madrid?
—Trece o catorce.
—¿Y de Madrid a Illescas?
—Unas seis leguas.
Pusieron unas tablas en el carro, y, sentado en ellas Fernando, con los pies dentro de la bolsa del carro, y Polentinos en el varal, bajaron por la calle de San Francisco hasta tomar la carretera.
—Va a hacer mucho calor —dijo Polentinos.
—¿Si?
—¡Vaya!
—Maldito sea. Y eso será malo para el campo, ¿eh?
—En esta época, pues, ya no le hace daño al campo.
—Y la cosecha, ¿qué tal es? —preguntó Fernando por entrar en conversación.
—Por aquí no es como pensábamos en el mes de mayo y hasta mediados de junio, por causa de las muchas lluvias y fuertes vientos, que nos tumbó el pan criado en tierra fuerte antes de salir la espiga, y no ha podido criarse el grano; y a lo que no le ha sucedido esto, los aires lo han arrebatado.
Era el hablar de Polentinos cachazudo y sentencioso.
Parecía un hombre que no se podía extrañar de nada.
A poco de salir vieron una cuadrilla de segadores que venían por un camino entre las mieses.
—¿Estos serán gallegos? —preguntó Ossorio.
—Sí.
—Qué vida más horrible la de esta gente.
—¡Bah! Todas las vidas son malas —dijo Polentinos.
—Pero la del que sufre es peor que la del que goza.
—¡Gozar! ¿Y quién es el que goza en la vida?
—Mucha gente. Creo yo…
—¿Usted lo cree?…
—Yo, sí. ¿Usted no?
—Le diré a usted. Y no es que yo quiera enseñarle a usted nada, porque usted ha estudiado y yo soy un rústico; pero, también a mi modo, he visto y observado algo, y creo, la verdad, que cuanto más se tiene más se desea y nunca se encuentra uno satisfecho.
—Sí, eso es cierto.
—Es que la vida —prosiguió el señor Nicolás—, después de todo, no es nada. Al fin y al cabo, lo mismo da ser pobre que ser rico; ¿quién sabe?, puede ser que valga más ser pobre.
—¿Cree usted? —preguntó con suave ironía Ossorio, y se tendió sobre las maderas del carro, apoyó la cabeza en un saco y se puso a contemplar el fondo del toldo.
—Pues qué, ¿los ricos no tienen penas? Yo, algunas veces, cuando vengo a Segovia de Sepúlveda, que es donde vivo, y voy al teatro, arriba, al paraíso, suelo pensar: Y qué bien deben de encontrarse las señoras y los caballeros de los palcos; y después se me ocurre que también ellos tienen sus penas como nosotros.
—Pero, por si acaso, todo el mundo quiere ser rico, buen amigo.
—Si, es verdad, porque todo el mundo quiere gozar de los placeres, y siempre se desea algo. A mí me pasó lo mismo; hasta los veinticinco años fui pastor, y en mi pequeñez y en mi miseria, pues ya ve usted, vivía bien. De vez en cuando tenía tres o cuatro duros para gastarlos; pero se me metió en la cabeza que había de hacer dinero, y empecé a comprar ganado aquí y a venderlo allá; primero en Sepúlveda y en Segovia, después en Valencia, en Sevilla y en Barcelona, y ahora mi hijo vende ganado ya en Francia; tengo mi casa y algunos miles de duros ahorrados, y no crea usted que soy más feliz que antes. Hay muchos disgustos y muchas tristezas.
—Sí, ¿eh?
—Vaya. Mire usted, cuando se casaron mis hijas me hice yo este cargo. Si les doy su parte es posible que se olviden de mí; pero si no se la doy es posible que lleguen a encontrar que tardo en morirme. Hice las reparticiones, y a cada hija su parte. Bueno, pues por unas cercas que entraron en la repartición, y porque a un arrendador le perdonaba yo veinticinco o cuarenta reales al año, este yerno de Illescas, ¿sabe usted lo que hace?, pues nada: despide al que estaba en la cerca, a un viejo que era un buen pagador y amigo mío, y pone allí a uno que quiso ser verdugo y ha sido carcelero en la villa de Santa María de Nieva. Figúrese usted qué hombre será el tal, que el viejo al tener que dejar la cerca le advierte que el fruto de los huertecillos, unas judías y unas patatas son suyos, como la burra que dejó en el corral, y el hombre que quiso ser verdugo le arranca toda la fruta y todas las hortalizas. Le escribo esto a mi yerno, y dice él que tiene razón, y mi hija se pone a su favor en esta cuestión y en todas. Y la otra hija, lo mismo. Después de haber hecho lo que he podido por ellas. La única que me quiere es la menor, pero la pobre es desgraciada.
—Pues, ¿qué la pasa?
—Es jorobada. Tuvo de niña una enfermedad.
—¿Vive con usted?
—No; ahora la tengo en Illescas. Voy a recogerla. La pobrecilla… Nada, que la vida es una mala broma.
—Es que usted, señor Nicolás, y dispénsame usted que se lo diga, es usted insaciable.
—Y todos los hombres lo son, créalo usted, y como no se pueden saciar todos los deseos, porque el hombre es como un gavilán, pues vale más no saciar ninguno. ¿Usted no cree que se puede vivir en una casa de locos encerrado y ser más feliz con las ilusiones que tenga uno, que no siendo rico y viviendo en un palacio?
—Sí. Es posible.
—Claro. Si la vida no es más que una ilusión. Cada uno ve el mundo a su manera. Uno lo ve de color de rosa, y otro, negro. ¡Vaya usted a saber cómo será! Es posible que no sea también más que una mentira, una figuración nuestra, de todos.
Y el señor Nicolás hizo una mueca de desdén con sus labios gruesos y belfos y siguió hablando de la inutilidad del trabajo, de la inutilidad de la vida, de lo grande y niveladora que es la muerte.
Fernando miraba con asombro a aquel rey Lear de la Mancha, que había repartido su fortuna entre sus hijas y había obtenido como resultado el olvido y el desdén de ellas. La palabra del ganadero le recordaba el espíritu ascético de los místicos y de los artistas castellanos; espíritu anárquico cristiano, lleno de soberbias y de humildades, de austeridad y de libertinaje de espíritu.