XVI

AL día siguiente, Schultze volvió al Paular; Fernando se despidió de él, y en un carro salió para Segovia.

Llegó a Segovia con un calor bochornoso. El cielo estaba anubarrado, despedía un calor aplastante; sobre los campos, abrasados y secos, se agitaba una gasa espesa de la calina.

Se paró el carro en la posada del Potro, en donde entraban y salían arrieros y chalanes.

Llamó Ossorio a la dueña de la casa, una mujer gruesa, la cual le dijo que allá no daban de comer, que cada uno comía lo que llevaba.

Era costumbre esta añeja de mesones y posadas del siglo XVII.

Le llevaron a su cuarto y se tendió en la cama. A las doce fue a la fonda de Caballeros, a comer, y después salió a dar una vuelta por el pueblo, que no conocía.

Paseó por dentro de la catedral, grande, hermosa, pero sin suma de detalles que regocijase el contemplarlos; vio la iglesia románica de San Esteban, que estaban restaurando; después se acercó al Alcázar.

Desde allá, cerca de la verja del jardín del Alcázar, se veían a lo lejos lomas y tierras amarillas y rojizas; Zamarramala sobre una ladera, unas cuantas casas mugrientas apiñadas y una torre, y la carretera blanca que subía el collado; a la derecha, la torre de la Lastrilla, y abajo, junto al río, en una gran hondonada llena de árboles macizos de follaje apretado, el ruinoso monasterio del Parral. Se le ocurrió a Fernando verlo; bajó por un camino, y después por sendas y vericuetos llegó a la carretera, que tenía a ambos lados álamos altísimos. Pasó el río por un puente que había cerca de una presa y de una fábrica de harinas.

Al lado de esta, en un remanso del río, se bañaban unos cuantos chicos. Se acercó al monasterio; el pórtico estaba hecho trizas, sólo quedaba su parte baja. En el patio crecían viciosas hierbas, ortigas y yezgos en flor.

Hacía un calor pegajoso; rezongueaban los moscardones y las abejas; algunos lagartos amarillos corrían por entre las piedras.

Del claustro, por un pasillo, salió a un patio con corredores de una casa que debía estar adosada al monasterio; unas cuantas viejas negruzcas charlaban sentadas en el suelo; dos o tres dormían con la boca abierta. Salió del monasterio y bajó a una alameda de la orilla derecha del río. El suelo allí estaba cubierto de hierba verde, florecida; el follaje de los árboles era tan espeso, que ocultaba el cielo.

El río se deslizaba con rapidez; los álamos en flor de las márgenes dejaban caer sobre él un polvillo algodonoso que corría por la superficie lisa, verde y negruzca del agua en copos blancos.

Fernando se sentó en la alameda.

Enfrente, sobre la cintura de follaje verde de los árboles que rodeaban la ciudad, aparecían los bastiones de la muralla, y encima las casas, de paredes oscuras y grises, y las espadañas de las iglesias. Como la corola sobre el cáliz verde, velase el pueblo, soberbia floración de piedra, y sus torres y sus pináculos se destacaban, perfilándose en el azul intenso y luminoso del horizonte.

Se oían las campanas de la catedral, que retumbaban, llamando a vísperas.

Empezó a llover; Fernando se encaminó hacia el pueblo; cruzó un puente, y tomando una senda, fue hasta pasar cerca de una iglesia gótica con una portada decadente. Llegó a la plaza; había dejado de llover. Se sentó en un café. A su lado, en otra mesa, había una tertulia de gente triste, viejos con caras melancólicas y expresión apagada, echando el cuerpo hacia adelante, apoyados en los bastones; señoritillos de pueblo que cantaban canciones de zarzuela madrileña, con los ojos vacíos, sin expresión ni pensamiento; caras hoscas por costumbre, gente de mirada siniestra y hablar dulce.

En aquellos tipos se comprendía la enorme decadencia de una raza que no guardaba de su antigua energía mas que gestos y ademanes, el cascarón de la gallardía y de la fuerza.

Se respiraba allí un pesado aburrimiento; las horas parecían más largas que en ninguna parte. Fernando se levantó presa de una invencible tristeza, y comenzó a andar sin dirección fija. El pueblo, ancho, silencioso, sin habitantes, parecía muerto.

En una calle que desembocaba en la plaza vio una iglesia románica con un claustro exterior. Estaba pintada de amarillo; el pórtico tenía a los lados dos imágenes bizantinas, de esas figuras alargadas, espirituales que admiran y hacen sonreír al mismo tiempo, como si en su hierática postura y en su ademán petrificado hubiese tanto de exaltación mística como de alegría y de candidez.

El interior de la iglesia estaba revocado con una torpeza e ignorancia repulsivas.

Molduras de todas clases, ajedrezadas y losanjeadas; filigranas de los capiteles, grecas y adornos habían quedado ocultos bajo una capa de yeso.

Estaban desesterando la iglesia; reinaba en ella un desorden extravagante. Encima de un sepulcro de alabastro se veía un montón de sillas y de palos; sobre la mesa del altar habían dejado un fardo de alfombras arrolladas. Ossorio salió al claustro y se entretuvo en contemplar los capiteles románicos: aquí se veían guerreros con espadas en la mano, haciendo una matanza de chicos; allá, luchas entre hombres y animales fantásticos; en otro lado, la perdiz con cabeza humana, de tan extraña leyenda arqueológica.

Como ya no llovía, Fernando volvió a salir en dirección a las afueras del pueblo por un camino en cuesta que bajaba hacia el barranco por donde corre uno de los arroyos que bordean Segovia: el arroyo de los Clamores. El camino pasaba cerca de un convento ruinoso con el campanario ladeado. Desde el raso del convento partía una fila de cruces de piedra que iba subiendo, por colinas verdes las unas, amarillentas y rapadas las otras, rotas o cortadas en algunas partes, mostrando sus entrañas sangrientas de ocre y rojo. Cerca de las colinas se alargaba una muralla de tierra blanca, llena de hendeduras horizontales.

Era un paisaje de una desolación profunda; las cruces de piedra se levantaban en los áridos campos, rígidas, severas; desde cierto punto no se veían más que tres. Fernando se detuvo allí. Componía con la imaginación el cuadro del Calvario. En la cruz de en medio, el Hombre Dios que desfallece, inclinando la cabeza descolorida sobre el desnudo hombro; a los lados, los ladrones luchando con la muerte, retorcidos en bárbara agonía; las santas mujeres que se van acercando lentamente a la cruz, vestidas con túnicas rojas y azules; los soldados romanos, con sus cascos brillantes; el centurión, en brioso caballo, contemplando la ejecución, impasible, altivo y severo, y a lo lejos, un camino tallado en roca, que sube serpenteando por la montaña, y en la cumbre de esta, rasgando el cielo con sus mil torres, la mística Jerusalén, la de los inefables sueños de los santos…

Le faltaban los medios de representación para fijar aquel sueño.

Fernando siguió bordeando el barranco, hasta llegar a un pinar, en donde se tendió en la hierba. Desde allí se dominaba la ciudad. Enfrente, tenía la catedral, altísima, amarillenta, de color de barro, con sus pináculos ennegrecidos; rodeada de casas parduzcas, más abajo corría la almenada muralla, desde el acueducto, que se veía únicamente por su parte alta, hasta un risco frontero, a aquel en el cual se levantaba el Alcázar. Se oía el ruido del arroyo que murmuraba en el fondo del barranco.

Se nublaba; de vez en cuando salía el sol e iluminaba todo con una luz de oro pálido.

Ossorio se levantó del suelo; a medida que andaba veía el barranco más macizo de follaje; el Alcázar, sin el aspecto de repintado que tenía al sol, se ensombrecía: semejaba un castillo de la Edad Media.

El arroyo de los Clamores, al acercarse al río, resonaba con mugido más poderoso.

En una hendedura del monte, unas mujeres andrajosas charlaban sentadas en el suelo; una de ellas, barbuda, de ojos encarnados, tenía una sartén sobre una hoguera de astillas, que echaba un humo irrespirable.

Fernando pasó un puente; siguió por una carretera, próxima a un convento, y subió al descampado de una iglesia que le salió al camino, en donde había una cruz de piedra. Se sentó en el escalón de esta.

La iglesia, que tenía en la puerta, en azulejos, escrito «Capilla de la Veracruz», era románica y debía de ser muy antigua; tenía adosada una torre cuadrada y en la parte de atrás, tres ábsides pequeños.

Para Fernando, ofrecía más encanto que la contemplación de la capilla la vista del pueblo, que se destacaba sobre la masa verde de follaje, contorneándose, recortándose en el cielo gris de acero y de ópalo.

Había en aquel verdor, que servía de pedestal a la ciudad, una infinita gradación de matices: el verde esmeralda de los álamos, el de sus ramas nuevas, más claro y más fresco, el sombrío de algunos pinos lejanos, y el amarillento de las lomas cubiertas de césped.

Era una sinfonía de tonos suaves, dulces; una gradación finísima que se perdía y terminaba en la faja azulada del horizonte.

El pueblo entero parecía brotar de un bosque, con sus casas amarillentas, ictéricas, de maderaje al descubierto, de tejados viejos, roñosos como manchas de sangre coagulada, y sus casas nuevas con blancos paredones de mampostería, persianas verdes y tejados rojizos de color de ladrillo recién hecho.

Veíanse a espaldas del pueblo lomas calvas, bajas colinas, blancas, de ocre, violáceas, de siena…, alguna que otra mancha roja.

El camino, de un color violeta, subía hacia Zamarramala; pasaban por él hombres y mujeres, ellas con el refajo de color sobre la cabeza, ellos llevando del ronzal las caballerías.

A la puesta del sol, el cielo se despejó; nubes fundidas al rojo blanco aparecieron en el poniente.

Sobre la incandescencia de las nubes heridas por el sol, se alargaban otras de plomo, inmóviles, extrañas. Era un cielo heroico; hacia el lado de la noche el horizonte tenía un matiz verde espléndido.

Los pináculos de la catedral parecían cipreses de algún cementerio.

Oscureció más; comenzaron a brillar los faroles en el pueblo.

El verde de los chopos y de los álamos se hizo negruzco; el de las lomas, cubiertas de césped, se matizó de un tono rojizo al reflejar las nubes incendiadas del horizonte; las lomas, rapadas y calvas, tomaron un tinte blanquecino, cadavérico.

Sonaron campanas en una iglesia; le contestaron al poco tiempo las de la catedral con el retumbar de las suyas.

Era la hora del Ángelus.

El Alcázar parecía, sobre su risco afilado, el castillo de proa de un barco gigantesco…

Por la noche, en la puerta de la posada del Potro, un arriero joven cantaba malagueñas, acompañándose con la guitarra:

Cuando yo era criminal

en los montes de Toledo,

lo primero que robé

fueron unos ojos negros.

Y al rasguear de la guitarra se oían canciones lánguidas, de muerte, de una tristeza enfermiza, o jotas brutales, sangrientas, repulsivas, como la hoja brillante de una navaja.