—¿CONQUE sube usted a ese monte o no? —le dijo el alemán—. Creo que le conviene a usted castigar el cuerpo, para que las malas ideas se vayan.
—¿Pero piensa usted pasar la noche allá arriba?
—Sí; ¿por qué no?
—Hará frío.
—Eso no importa. Encenderemos fuego, y llevaremos mantas.
—Bien. Pero yo le advierto a usted que cuando me canse me tiro al suelo y no sigo.
—Es natural. —Yo haré lo mismo. Conque vamos a comer y en seguida, ¡arriba!
Comieron, prepararon algunas viandas, para el día siguiente, y cada uno con su manta al hombro y la escopeta terciada se encaminaron hacia un pinar de la falda de Peñalara.
El alemán se sentía movedizo y jovial; había hecho indudablemente provisión de energía mientras pasaba los días tendido en el suelo.
Al llegar al pinar, la cuesta se hizo tan pendiente que se resbalaban los pies. Fernando tenía que pararse a cada momento fatigado. Schultze le animaba gesticulando, gritando, cantando a voz en grito, con entusiasmo irónico, una canción patriótica que tenía por estribillo: «Deutschland, Deutschland über ales».
Fernando sentía una debilidad como no la había sentido nunca, y tuvo que hacer largas paradas. Schultze se detenía junto a él de pie, y charlaban un rato.
De pronto oyeron un ladrido lejano, más agudo que el de un perro.
—¿Será algún lobo? —preguntó Ossorio.
—¡Ca! Es un zorro.
El gañido del animal se oía cerca, o lejos.
—Voy a ver si lo encuentro; esté usted preparado por si acaso viene por aquí —dijo Schultze, y cargó la escopeta con grandes postas y desapareció por entre la maleza. Poco después se oyeron dos tiros.
Fernando se sentó en el tronco de un árbol.
Al poco rato oyó ruido por entre los árboles. Preparó la escopeta, y al terminar de hacer esto, vio a diez o doce pasos el zorro, alto, amarillo, con su hermosa cola como un plumero. Sin saber por qué no se determinó a disparar, y el zorro huyó corriendo y se perdió en la espesura.
Al llegar Schultze le dijo que había visto al zorro.
—¿Por qué no ha disparado usted?
—Me ha parecido la distancia larga y creí que no le daría.
—Sin embargo, se dispara. Dice Tourgeneff que hay tres clases de cazadores: unos que ven la pieza, disparan en seguida, antes de tiempo, y no le dan; otros, apuntan, piensan qué momento será el mejor, disparan, y tampoco le dan, y, por último, hay los que tiran a tiempo. Usted es de la segunda clase de cazadores, y yo, de la primera.
Charlando iban subiendo el monte, se internaban por entre selvas de carrascas espesas con claros en medio. A veces cruzaban por bosques, entre grandes árboles secos, caídos, de color blanco, cuyas retorcidas ramas parecían brazos de un atormentado o tentáculos de un pulpo. Comenzaba a caer la tarde. Rendidos, se tendieron en el suelo. A su lado corría un torrente, saltando, cayendo desde grandes alturas como cinta de plata. Pasaban nubes blancas por el cielo, y se agrupaban formando montes coronados de nieve y de púrpura; a lo lejos, nubes grises e inmóviles parecían islas perdidas en el mar del espacio con sus playas desiertas. Los montes que enfrente cerraban el valle tenían un color violáceo con manchas verdes de las praderas; por encima de ellos brotaban nubes con encendidos núcleos fundidos por el sol al rojo blanco. De las laderas subían hacia las cumbres, trepando, escalando los riscos, jirones de espesa niebla que cambiaban de forma, y al encontrar una oquedad hacían allí su nido y se amontonaban unos sobre otros.
—A mí, esos montes —murmuró Ossorio— no me dan idea de que sean verdad; me parece que están pintados, que eso es una decoración de teatro.
—No creo eso de usted.
—Pues, sí; créalo usted.
—Para mí esos montes —dijo Schultze— son Dios.
Comenzó a anochecer.
—¿Qué hacemos? ¿Subimos más? ¿Vamos a ver si encontramos esa laguna?
—Vamos.
Anochecido llegaron a la laguna y anduvieron reconociendo los alrededores por todas partes a ver si encontraban alguna cueva o socavón donde meterse. Era aquello un verdadero páramo, lleno de piedras, desabrigado; el viento, muy frío, azotaba allí con violencia. Como no encontraron ni un agujero, se cobijaron en la oquedad que formaban dos peñas, y Fernando trató de cerrar una de las aberturas amontonando pedruscos, lo que no pudo conseguir.
—Yo voy por leña —dijo Schultze—. Sin fuego aquí nos vamos a helar.
Se marchó el alemán, y Ossorio quedó allá envuelto en la manta, contemplando el paisaje a la vaga luz de las estrellas. Era un paisaje extraño, un paisaje cósmico, algo como un lugar de planeta inhabitado, de la Tierra en las edades geológicas de icthiosauros y plesiosauros. En la superficie de la laguna larga y estrecha no se movía ni una onda en su seno, oscuro, insondable, brillaban dormidas miles de estrellas. La orilla, quebrada e irregular, no tenía a sus lados ni arbustos ni matas; estaba desnuda.
En la cima de un monte lejano se columbraba la luz de la hoguera de algunos pastores.
Hasta que llegó Schultze, Fernando tuvo tiempo de desesperarse.
Tardó más de media hora, y vino con su manta llena de ramas sujeta en la cabeza.
Llegó sudando.
—Hay que andar mucho para encontrar algo combustible —dijo Schultze—. Hemos subido demasiado. A esta altura no hay más que piedras.
Tiró la manta, en donde traía ramas verdes de espino, de retama y de endrino. El encenderlas costó un trabajo ímprobo: ardían y se volvían a apagar al momento.
Cuando después de muchos ensayos pudo hacerse una mediana hoguera, ya no quedaban más ramas que quemar, y a medida que avanzaba la noche hacía más frío; el cielo estaba lechoso, cuajado de estrellas. Fernando se sentía aterido, pero dulcemente, sin molestia.
—Vamos a traer más leña —dijo Schultze.
—¿Para qué? —murmuró vagamente Fernando—. Yo estoy muy bien.
Schultze vio que Ossorio estaba tiritando y que tenía las manos heladas.
—¡Vamos! ¡A levantarse! —gritó agarrándole del brazo.
Ossorio hizo un esfuerzo y se levantó. Inmediatamente empezó a temblar.
—Tome usted mi manta —dijo el alemán—, y ahora, andando a buscar leña.
Fueron los dos hasta una media hora de camino; echaron las mantas en el suelo y las fueron cargando de ramas, que cortaban por allí cerca. Después, con la carga en las espaldas, volvieron hacia el sitio de donde habían salido.
Sobre el rescoldo de la apagada hoguera pudieron encender otra fácilmente.
Ya, como había combustible en gran cantidad, a cada paso echaban al fuego más ramaje, que crepitaba al ser devorado por las llamas. Cuando aún creían que era media noche, comenzaron a correr nubes plomizas por el cielo. Se destacaron sobre el horizonte las cimas de algunas montañas; las nubes oscuras se aclararon; más lejos fueron apareciendo otras nubes estratificadas, azules, como largos peces; se dibujaron de repente las siluetas de los riscos cercanos.
A lo lejos, el paisaje parecía llano, y que terminaba en una sucesión de colinas.
El humo espeso y negro de la hoguera iba rasando la tierra y subía después en el aire, por la pared pedregosa del monte.
De pronto apareció sobre las largas nubes azules una estría roja, el horizonte se iluminó con resplandores de fuego, y por encima de las lejanas montañas el disco del sol miró a la tierra y la cubrió con la gloria y la magnificencia de los rayos de su inyectada pupila. Los montes tomaron colores: el sol brilló en la superficie tersa y sin ondas de la laguna.
—El buen papá de arriba es un gran escenógrafo —murmuró Schultze—. ¿Verdad?
—¡Oh! Ahora no siento haber venido —respondió Ossorio.
Después de admirar el espectáculo de la aurora se decidieron los dos a subir a la cumbre del monte.
Fernando se detuvo en el camino, al pie de uno de los picachos.
Desde allá se veían los bosques de El Espinar, La Granja, que parecía un cuartel, y más lejos Segovia, en una inmensa llanura amarilla, a trechos manchada por los pinares. No se advertía ningún otro pueblo en la llanura extensísima.
Por la mañana, Schultze y Fernando se internaron en lo más áspero de la sierra, sin dirección fija; durmieron y almorzaron en la cabaña de un cabrero, el cual les indicó como pueblo más cercano el de Cercedilla; y al divisar los tejados rojos de este, como no tenían gana de llegar pronto, tendiéronse en el suelo en una pradera que en el claro de un pinar se hallaba.
Hacía allí un calor terrible; la tarde estaba pesada, de viento sur.
Con los ojos entornados por la reverberación de las nubes blancas, veían el suelo lleno de hierba, salpicado de margaritas blancas y amarillas, de peonías de malsano aspecto y tulipanes de purpúrea corola.
Una ingente montaña, cubierta en su falda de retamares y jarales florecidos, se levantaba frente a ellos; brotaba sola, separada de otras muchas, desde el fondo de una cóncava hondonada, y al subir y ascender enhiesta, las plantas iban escaseando en su superficie, y terminaba en su parte alta aquella mole de granito como muralla lisa o peñón tajado y desnudo, coronado en la cumbre por multitud de riscos, de afiladas aristas, de pedruscos rotos y de agujas delgadas como chapiteles de una catedral.
En lo hondo del valle, al pie de la montaña, veíanse por todas partes grandes piedras esparcidas y rotas, como si hubieran sido rajadas a martillazos; los titanes, constructores de aquel paredón ciclópeo, habían dejado abandonados en la tierra los bloques que no les sirvieron.
Sólo algunos pinos escalaban, bordeando torrenteras y barrancos, la cima de la montaña.
Por encima de ella, nubes algodonosas, de una blancura deslumbrante, pasaban con rapidez.
A Fernando le recordaba aquel paisaje alguno de los sugestivos e irreales paisajes de Patinir.
Dando la espalda a la montaña se veía una llanura azulada, y la carretera, cruzándola en zigzag, serpenteando después entre oscuros cerros hasta perderse en la cima de un collado.
La parte cercana de la llanura estaba en sombra; una nube plomiza le impedía reflejar el sol; la parte lejana, iluminada perfectamente, se alejaba hasta confundirse con la sierra de Gredos, faja oscura de montañas, oculta a trozos por nubecillas grises y rojizas.
Aquella tierra lejana e inundada de sol daba la sensación de un mar espeso y turbio: y un mar también, pero mar azul y transparente, parecía el cielo, y sus blancas nubes eran blancas espumas agitadas en inquieto ir y venir: tan pronto escuadrón salvaje, como manada de tritones melenudos y rampantes.
Con los cambios de luz, el paisaje se transformaba. Algunos montes parecían cortados en dos; rojos en las alturas, negros en las faldas, confundiendo su color en el color negruzco del suelo. A veces, al pasar los rayos por una nube plomiza, corría una pincelada de oro por la parte en sombra de la llanura y del bosque, y bañaba con luz anaranjada las copas redondas de los pinos. Otras veces, en medio del tupido follaje, se filtraba un rayo de sol, taladrándolo todo a su paso, coloreando las hojas en su camino, arrancándolas reflejos de cobre y de oro.
Fue anocheciendo. Se levantó un vientecillo suave que pasaba por la piel como una caricia. Los cantuesos perfumaron el aire tibio de un aroma dulce, campesino. Piaron los pájaros, chirriaron los grillos, rumor confuso de esquilas resonó a lo lejos. Era una sinfonía voluptuosa de colores, de olores y de sonidos.
Brillaban a intervalos los pedruscos de la alta muralla, enrojecidos de pronto por los postreros resplandores del sol, como si ardieran por un fuego interior; a intervalos también, al nublarse, aquellas rocas erguidas, de formas extrañas, parecían gigantescos centinelas mudos o monstruosos pajarracos de la noche, preparados para levantar el vuelo.
De pronto, por encima de un picacho, comenzaron a aparecer nubes de un color ceniciento y rojizo que incendiaron el cielo y lo anegaron en un mar de sangre. Sobre aquellos rojos siniestros se contorneaban los montes ceñudos, impenetrables.
Era la visión algo de sueño, algo apocalíptico; todo se enrojecía como por el resplandor de una luz infernal; las piedras, las matas de enebro y de sabino, las hojas verdes de los majuelos, las blancas flores de jara y las amarillas de la retama, todo se enrojecía con un fulgor malsano. Se experimentaba horror, recogimiento, como si en aquel instante fuera a cumplirse la profecía tétrica de algún agorero del milenario.
Graznó una corneja; la locomotora de un tren cruzó a lo lejos con estertor fatigoso. Llegaban ráfagas de niebla por entre las quebraduras de los montes; poco después empezó a llover.
Fernando y el alemán bajaron al pueblo. Se había levantado la luna sobre los riscos de un monte, roja, enorme, como un sol enfermizo, e iba ascendiendo por el cielo. La vaga luz del crepúsculo, mezclada con la de la luna, iluminaba el valle y sus campos, violáceos, grises, envueltos en la blanca esfumación de la niebla.
Por delante de la luna llena pasaban nubecillas blancas, y el astro de la noche parecía atravesar sus gasas y correr vertiginosamente por el cielo.