XIV

AL día siguiente de llegar, Fernando pensó que sería una voluptuosidad tenderse a la sombra en el cementerio, y fue allá.

Después de recorrer los claustros entró en el camposanto, buscó la sombra y vio que debajo de unos arrayanes estaba tendido un hombre alto, flaco y rubio. Ossorio se retiraba de aquel sitio, cuando el hombre, con acento extranjero le dijo:

—¡Oh! No encontrará usted mejor lugar que este para tenderse.

—Por no molestarle a usted…

—No, no me molesta.

Se tendió a pocos pasos del desconocido y permanecieron los dos mirando el cielo.

El follaje de un euonymus nacido en medio de una parcela resplandecía con el sol al ser movido por el viento y rebrillaban las hojas con el tembleteo como si fueran laminillas de estaño.

Como contraste de aquel brillo y movimiento los cipreses levantaban las rígidas y altas pirámides de sus copas y permanecían inmóviles, oscuros, exaltados, como si ellos guardasen el alma huraña de los monjes; y sus agudas cimas verdes, negruzcas, se perfilaban sobre la dulce serenidad del cielo inmaculado.

Se oía a veces vagamente un grito largo, lastimero, quizá el canto lejano de un gallo. En las avenidas, cubiertas de losas de granito, donde descansaban las viejas cenizas de los cartujos muertos en la paz del claustro, crecían altas hierbas y musgos amarillentos y verdosos. En medio del huerto, en el aéreo pabellón con puertas y ventanas ojivales, caían los chorros de agua en la pila redonda y cantaba la fuente su larga canción misteriosa.

El extranjero, sin abandonar su posición, dijo que se llamaba Max Schultze, que era de Nuremberg y que estaba en España por la simpatía y curiosidad que experimentaba por el país.

Fernando también se presentó a sí mismo.

Cambiaron entre los dos algunas palabras.

Cuando el sol estaba en el cenit, el alemán dijo:

—Es hora de comer. Vámonos.

Se levantaron los dos, y andando lentamente como bueyes cansinos, fueron a la portería del convento, en donde comieron.

—Ahora echaremos una siesta —dijo Schultze.

—¿Otra?

—Si; yo por lo menos, sí.

Se tendieron en el mismo sitio, y como la reverberación del cielo era grande, se echaron el ala de los sombreros sobre los ojos.

—No es natural dormir tanto —murmuró Ossorio.

—No importa —replicó el alemán con voz confusa—. Yo no sé por qué hablan todos los filósofos de que hay que obrar conforme a la Naturaleza.

—¡Pchs! —murmuró Ossorio—; yo creo que será para que el mundo, los hombres, las cosas, evolucionen progresivamente.

—Y ese progreso, ¿para qué?, ¿qué objeto tiene? Mire usted qué nube más hermosa —dijo interrumpiéndose el alemán—; es digna de Júpiter.

Hubo un momento de silencio.

—¿Decía usted —preguntó Ossorio—, que para qué servía el progreso?

—Sí; tiene usted buena memoria. Es indudable que el mundo ha de desaparecer; por lo menos en su calidad de mundo. Sí; su materia no desaparecerá, cambiará de forma. Algunos de nuestros alemanes optimistas creen que como la materia evoluciona, asciende y se purifica, y como esta materia no se ha de perder, podrá utilizarse por seres de otro mundo, después de la desaparición de la Tierra. Pero ¿y si el mundo en donde se aprovecha esta materia está tan adelantado, que lo más alto y refinado de la materia terrestre, el pensamiento de hombres como Shakespeare o Goethe, no sirve más que para mover molinos de chocolate?

—A mí todo esto me produce miedo; cuando pienso en las cosas desconocidas, en la fuerza que hay en una planta de estas, me entra verdadero horror, como si me faltara el suelo para poner los pies.

—No parece usted español —dijo el alemán—; los españoles han resuelto todos esos problemas metafísicos y morales que nos preocupan a nosotros, los del Norte, en el fondo mucho menos civilizados que ustedes. Los han resuelto, negándolos; es la única manera de resolverlos.

—Yo no los he resuelto —murmuró Ossorio—. Cada día tengo motivos nuevos de horror; mi cabeza es una guarida de pensamientos vagos, que no sé de dónde brotan.

—Para esa misticidad —repuso Schultze—, el mejor remedio es el ejercicio. Yo tuve una sobreexcitación nerviosa, y me la curé andando mucho y leyendo a Nietzsche. ¿Lo conoce usted?

—No. He oído decir que su doctrina es la glorificación del egoísmo.

—¡Cómo se engaña usted, amigo! Crea usted que es difícil de representarse un hombre de naturaleza más ética que él; dificilísimo hallar un hombre más puro y delicado, más irreprochable en su conducta. Es un mártir.

—Al oírle a usted, se diría que es Buda o que es Cristo.

—¡Oh! No compare usted a Nietzsche con esos miserables que produjeron la decadencia de la Humanidad.

Fernando se incorporó para mirar al alemán, vio con asombro que hablaba en serio, y volvió a tenderse en el suelo.

Comenzó a anochecer; el viento silbaba dulcemente por entre los árboles. Un perfume acre, adusto, se desprendía de los arrayanes y de los cipreses; no piaban los pájaros, ni cacareaban los gallos… y seguía cantando la fuente, invariable y monótona, su eterna canción no comprendida…