XIII

DESPUÉS de algunas horas de andar a caballo se encontró en Rascafría, un pueblo que le pareció muy agradable, con arroyos espumosos que lo cruzaban por todos sitios.

Luego de echar un vistazo por el pueblo tomó el camino del Paular, que pasaba entre prados florecidos llenos de margaritas amarillas y blancas y regatos cubiertos de berros que parecían islillas verdes en el agua limpia y bullidora.

Al poco rato llegó a la alameda del Paular, abandonada, con grandes árboles frondosos de retorcido tronco.

A un lado se extendía muy alta la tapia de la huerta del monasterio; al otro saltaba el río claro y cristalino sobre un lecho de guijarros.

Llegó al abandonado monasterio y en la portería le hospedaron. Ossorio creyó aquel lugar muy propio para el descanso.

Se sentía allí en aquellos patios desiertos un reposo absoluto. Sobre todo, el cementerio del convento era de una gran poesía. Era huerto tranquilo, reposado, venerable. Un patio con arrayanes y cipreses en donde palpitaba un recogimiento solemne, un silencio sólo interrumpido por el murmullo de una fuente que cantaba invariable y monótona su eterna canción no comprendida.

Las paredes que circundaban al huerto eran de granito azulado, áspero, de grano grueso; tenían góticas ventanas al claustro tapiadas a medias con ladrillos y a medias con tablas carcomidas por la humedad, negruzcas y llenas de musgo.

Entre ventana y ventana se elevaban desde el suelo hasta el tejado robustos contrafuertes de piedra terminados en lo alto en canecillos monstruosos: fantásticas figuras asomadas a los aleros para mirar al huerto, aplastadas por el peso de los chapiteles, toscos, desmoronados, desgastados, rotos. Encima de algunas ventanas se veían clavadas cruces de madera carcomida. Masas simétricas de viejos y amarillentos arrayanes, adornadas en los ángulos por bolas de recortado follaje, dividían el cementerio en cuadros de parcelas sin cultivar, bordeadas por las avenidas, cubiertas de grandes lápidas.

En medio del huerto había un aéreo pabellón con ventanas y puertas ojivales, y en el interior una pila redonda con una gran copa de piedra, de donde brotaban por los caños chorros brillantes de agua que parecían de plata.

A un lado, medio oculta por los arrayanes, se veía la tumba de granito de un obispo de Segovia, muerto en el cenobium y enterrado allí por ser esta su voluntad.

¡Qué hermoso poema el del cadáver del obispo en aquel campo tranquilo! Estaría allá abajo con su mitra y sus ornamentos y su báculo, arrullado por el murmullo de la fuente. Primero, cuando lo enterraran, empezaría a pudrirse poco a poco: hoy se le nublaría un ojo, y empezarían a nadar los gusanos por los jugos vítreos; luego el cerebro se le iría reblandeciendo, los humores correrían de una parte del cuerpo a otra y los gases harían reventar en llagas la piel: y en aquellas carnes podridas y deshechas correrían las larvas alegremente…

Un día comenzaría a filtrarse la lluvia y a llevar con ella substancia orgánica, y al pasar por la tierra aquella substancia se limpiaría, se purificaría, nacerían junto a la tumba hierbas verdes, frescas, y el pus de las úlceras brillaría en las blancas corolas de las flores.

Otro día esas hierbas frescas, esas corolas blancas darían su substancia al aire y se evaporaría esta para depositarse en una nube…

¡Qué hermoso poema el del cadáver del obispo en el campo tranquilo! ¡Qué alegría la de los átomos al romper la forma que les aprisionaba, al fundirse con júbilo en la nebulosa del infinito, en la senda del misterio donde todo se pierde!