SIGUIENDO las instrucciones que le dieron, Fernando alquiló un caballo y se dirigió a buscar la carretera de Francia. El caballo era un viejo rocín cansado de arrastrar diligencias, que tenía encima de los ojos unos agujeros en donde podrían entrar los puños. Las ancas le salían como si le fueran a cortar la piel. Su paso era lento y torpe, y cuando Ossorio quería hacerle andar más de prisa, tropezaba el animal y tomaba un trote que, al sufrirlo el jinete, parecía como si le estremecieran las entrañas.
A paso de andadura llegó al mediodía a un pueblecillo pequeño con unas cuantas casuchas cerradas; sobre los tejados terreros sobresalían las cónicas chimeneas. Llamó en una puerta.
Como no le contestaba nadie, ató el caballo por la brida a una herradura incrustada en la pared, y entró en un zaguán miserable, en donde una vieja, con un refajo amarillo, hacía pleita.
—Buenos días —dijo Fernando—. ¿No hay posada?
—¿Posada? —preguntó con asombro la vieja.
—Sí, posada o taberna.
—Aquí no hay posada ni taberna.
—¿No podría usted venderme pan?
—No vendemos pan.
—¿Hay algún sitio en donde lo vendan?
—Aquí cada uno hace el pan para su casa.
—Sí. Será verdad; pero yo no lo puedo hacer. ¿No me puede usted vender un pedazo?
La vieja, sin contestar, entró en un cuartucho y vino con un trozo de pan seco.
—¿Cuántos días tiene? —preguntó Fernando.
—Catorce.
—¿Y qué vale?
—Nada, nada. Es una limosna.
Y la vieja se sentó, sin hacer caso de Fernando.
Aquella limosna le produjo un efecto dulce y doloroso al mismo tiempo. Subió en el jamelgo: fue cabalgando hasta el anochecer, en que se acercó a un pueblo. Una chiquilla le indicó la posada; entró en el zaguán y se sentó a tomar un vaso de agua.
En un cuarto, cuya puerta daba al zaguán, había algunos hombres de mala catadura bebiendo vino y hablando a voces de política. Se habían verificado elecciones en el pueblo.
En esto llegó un joven alto y afeitado, montado a caballo; ató el caballo a la reja, entró en el zaguán, hizo restallar el látigo y miró a Fernando desdeñosamente.
Uno de los que estaban en el cuarto salió al paso del jaque y le hizo una observación respecto a Ossorio: el joven entonces, haciendo un mohín de desprecio, sacó una navaja del bolsillo interior de la americana y se puso a limpiarse las uñas con ella.
Al poco rato entró en el zaguán un hombre de unos cincuenta años, chato, de cara ceñuda, cetrino, casi elegante, con una cadena de reloj, de oro, en el chaleco. El hombre, dirigiéndose al tabernero, preguntó en voz alta, señalando con el índice a Ossorio.
—¿Quién es ese?
—No sé.
Fernando, inmediatamente, llamó al tabernero, le pidió una botella de cerveza, y, señalando con el dedo al de la cadena de reloj, preguntó:
—Diga usted, ¿quién es ese chato?
El tabernero quedó lívido; el hombre arrojó una mirada de desafío a Fernando, que le contestó con otra de desprecio. El chato aquel entró en el cuarto donde estaban reunidos los demás. Hablaban todos a la vez, en tono unas veces amenazador y otras irónico.
«Y si no se gana la elección, hay puñaladas.»
Fernando se olvidó de que era demócrata, y maldijo con toda su alma al imbécil legislador que había otorgado el sufragio a aquella gentuza innoble y miserable, sólo capaz de fechorías cobardes.
Hallábase Ossorio embebido en estos pensamientos, cuando el joven jaque, seguido de tres o cuatro, salió al zaguán; primeramente se acercó al caballo que había traído Fernando, y comenzó a hacer de él una serie de elogios burlones; después, viendo que esto no le alteraba al forastero, cogió una cuerda y empezó a saltar como los chicos, amagando dar con ella a Fernando. Este, que notó la intención, palideció profundamente y cambió de sitio; entonces el joven, creyendo que Ossorio no sabría defenderse, hizo como que le empujaban, y pisó a Fernando. Lanzó Ossorio un grito de dolor; se levantó, y, con el puño cerrado, dio un golpe terrible en la cara de su contrario. El jaque tiró de cuchillo; pero, al mismo tiempo, Fernando, que estaba lívido de miedo y de asco, sacó el revólver y dijo con voz sorda:
—Al que se acerque, lo mato. Como hay Dios, que lo mato.
—Mientras los demás sujetaban al joven, el tabernero le rogó a Fernando que saliera. Él pagó, y con la brida del caballo en una mano y en la otra el revólver, se acercó a un guardia civil que estaba tomando el fresco en la puerta de su casa, y le contó lo que había pasado.
—Lo que debe usted hacer es salir inmediatamente de aquí. Ese joven con el que se ha pegado usted es muy mala cabeza, y como su padre tiene mucha influencia, es capaz de cualquier cosa.
Ossorio siguió el consejo que le daban, y salió del pueblo.
A las once de la noche llegó al inmediato, y, sin cenar, se fue a dormir.
En el cuarto que la destinaron había colgadas en la pared una escopeta y una guitarra; encima, un cromo del Sagrado Corazón de Jesús.
Ante aquellos símbolos de la brutalidad nacional comenzó a dormirse, cuando oyó una rondalla de guitarras y bandurrias que debía de pasar por delante de la casa. Oyó cantar una jota, y después otra y otra, a cual más estúpidas y más bárbaras, en las cuales celebraban a un señor que había debido salir diputado, y que vivía enfrente. Cuando concluyeron de cantar y se preparaba Ossorio a dormirse, oyó murmullos en la calle, silbidos, fueras, y después, cristales rotos en la casa vecina.
Era encantador; al poco rato volvía la rondalla.
Desesperado Fernando, se levantó y se asomó a la ventana. Precisamente en aquel momento pasaban por la calle, montados a caballo, el joven jaque de la riña del día anterior, con dos amigos.
Fernando avisó al posadero de que si preguntaban por él dijese que no estaba allí; y cuando el grupo de los tres, después de preguntar en la posada, entraron en otra calle, Fernando se escabulló, y, volviendo grupas, echó a trotar, alejándose del camino real hasta internarse en el monte.