DESPUÉS de un rato corto de amodorramiento, Ossorio se despertó de madrugada con sobresalto; saltó de la dura cama, abrió una ventanuca y se asomó a ella. Era un amanecer espléndido y alegre: despertaba la Naturaleza con una sonrisa tímida; cantaban los gallos, chillaban las golondrinas; el aire estaba limpio, saturado de olor a tierra húmeda.
Cuando Ossorio iba a salir se encontró con la puerta cerrada por fuera. Llamó varias veces, hasta que oyó la voz del dueño.
—¡Voy, voy!
—¿Es que tenía usted miedo de que me marchara sin pagar? —le dijo Fernando.
—No; pero todo podía ser.
Ossorio no quiso reñir; pagó la cuenta, que subía a un peseta, y salió del pueblo.
El castillo, con la luz de la mañana, no era, ni mucho menos, lo que de noche había parecido a Fernando; lo que tenía era una buena posición: estaba colocado admirablemente, dominando el valle.
Sería en otros tiempos más bien lugar de recreo que otra cosa; los señores de la corte irían allí a lancear los toros, y en los bancos de piedra de las torres, próximos a las ventanas, contemplarían las señoras las hazañas de los castellanos.
Pronto Ossorio perdió de vista el castillejo y comenzó a bordear dehesas, en las cuales pastaban toros blancos y negros que le miraban atentamente. Algunos pastores famélicos, sucios, desgreñados, le contemplaban con la misma indiferencia que los toros. Un zagal tocaba en el caramillo una canción primitiva, que rompía el aire silencioso de la mañana.
El cielo iba poniéndose negruzco, plomizo, violado por algunos sitios; una gran nube oscura avanzaba. Empezó a llover, y Ossorio apresuró su marcha. Iba acercándose a un bosquecillo frondoso de álamos, de un verde brillante. Ocultábase entre aquel bosquecillo una aldehuela de pocas casas, con su iglesia de torre piramidal terminada por un enorme nido de cigüeñas. Tocaban las campanas a misa. Era domingo.
Fernando entró en la iglesia, que se hallaba ruinosa, con las paredes recubiertas de cal, llenas de roñas y desconchaduras.
Al entrar no se percibía más que unas cuantas luces en el suelo, colocadas sobre cuadros de tela blanca; después se iban viendo el altar mayor, el cura con su casulla bordada con flores rojas y verdes; luego se percibían contornos de mujeres arrodilladas, con mantillas negras echadas sobre la frente, caras duras, renegridas, tostadas por el sol, rezando con un ademán de ferviente misticismo; y en la parte de atrás de la iglesia, debajo del coro, por una ventana con cristales empolvados, entraba una claridad plateada que iluminaba las cabezas de los hombres, sentados en fila en un banco largo.
El cura, desde el altar, cantaba la misa con una voz cascada que parecía un balido; el órgano sonaba en el coro con una voz también de viejo. La misa estaba al concluir; el cura, que era un viejo de cara tostada y de cabellos blancos, alto, fornido, con aspecto de cabecilla carlista, dio la bendición al pueblo.
Las mujeres apagaron las luces, y las guardaron con el paño blanco en los cestillos; se acercaron a la pila de agua bendita y fueron saliendo.
Y la iglesia quedó negra, vacía, silenciosa…
Fernando salió también, se sentó en un banco de la plaza, debajo de un álamo grande y frondoso, frente al pórtico de la iglesia, y contempló la gente que iba dispersándose por los caminos y senderos en cuesta.
Eran tipos clásicos: viejas vestidas de negro, con mantones verdosos, tornasolados; las mantillas, con guarniciones de terciopelo roñoso, prendidas al moño. Las caras terrosas; las miradas de través, hoscas y pérfidas. Salieron todas las mujeres, viejas y jóvenes al atrio, y fueron bajando las cuestas del pueblo, hablando y murmurando entre ellas.
En derredor de la torre chillaban y revoloteaban los negros vencejos…
Fernando salió de la plaza, y después, del pueblo, siguiendo una vereda. Había cesado de llover; trozos de nubes blancas algodonosas se rompían y quedaban hechos jirones al pasar por entre los picachos de un monte formado por pedruscos, sin árboles ni vegetación alguna.
Cruzó cerros llenos de matas de tomillo violadas, campos esmaltados por las flores blancas de las jaras y con las amarillas brillantes de retama. Por entre el boscaje y las zarzas de ambos lados del camino levantaba su vuelo alguna urraca negra; una bandada de cuervos pasaba graznando por el aire.
A las cuatro o cinco horas de salir de Manzanares, Fernando estaba a poca distancia de otra aldea.
El camino, al acercarse al pueblo aquel, trazaba una curva bordeando un barranco.
En el fondo corría un arroyo de agua espumosa entre grandes álamos y enormes peñas cubiertas de musgo, y en lo más bajo había un molino. Enfrente se recortaban y se contorneaban en el cielo, uno a uno, los riscos de un monte. Llegó Ossorio al pueblo, dio una vuelta por él y en la posada esperó a que le dieran de comer, sentándose en un banco que había al lado del portal.
Junto a una tapia de adobe color de tierra jugaban los chiquillos en un carro de bueyes; un burro tumbado en el suelo, patas arriba, coceaba alegremente. En el umbral de la casa frontera, de miserable aspecto, una vieja con refajo de bayeta encarnada, puesto como manto sobre la cabeza, espulgaba a un chiquillo dormido en sus piernas, que llevaba una falda también de bayeta amarillenta. Era una mancha de color tan viva y armónica, que Fernando se sintió pintor y hubiera querido tener lienzo y pinceles para poner a prueba su habilidad.
Le llamaron para comer, y entró en una sala con el techo bajo cruzado de vigas, las paredes pintadas de blanco, con varios cromos, y el suelo embaldosado con ladrillos rojos y bastos. En la ventana, con las maderas entreabiertas, había una cortina roja, y al pasar la luz por ella, matizaba los objetos con una tonalidad de misterio y de artificio al mismo tiempo, algo que a Fernando le parecía como su vida en aquellos momentos, una cosa vaga y sin objeto.
Concluyó de comer, y después de un momento de modorra, se levantó y no quiso preguntar nada de caminos ni de direcciones, y se marchó del pueblo.
Comenzó a subir un barranco lleno de piedras sueltas. Al terminar, tomó un sendero, y después, veredas y sendas hechas por los rebaños.
Se dirigió hacia una quiebra que hacían dos montañas desnudas, rojizas; se tendió en el suelo, y miró las nubes que pasaban por encima de su cabeza.
¡Qué impresión de vaguedad producían el cansancio y la contemplación en su alma!
Su vida era una cosa tan inconcreta como una de aquellas nubes sin fuerza que se iba esfumando en el seno de la Naturaleza.
Cuando hubo descansado, siguió adelante y atravesó el puerto. Desde allá, el paisaje se extendía triste, desolado. Enfrente se veía Somosierra como una cortina violácea y gris; más cerca se sucedían montes desnudos con altas cimas agudas, en cuyas grietas y oquedades blanqueaban finas estrías de nieve. Bajó Fernando hacia un valle, por una escarpada ladera, entre tomillares floridos y olorosos, matas de espinos y de zarzas. Al anochecer, un carbonero que encontró en el camino le indicó la dirección fija de una aldea.