CUANDO se despertó al día siguiente en una posada de Colmenar eran ya las dos de la tarde. No había podido conciliar el sueño hasta el amanecer. Se levantó encorvado, con los pies doloridos; comió y salió de casa. El día era caluroso, asfixiante; el cielo azul, blanquecino; la tierra quemaba.
Fernando se tendió a esperar a que el sol se ocultase para seguir su marcha y se durmió. Era el anochecer cuando salió del pueblo; la carretera estaba oscura, sombría después; a medida que la oscuridad se hacía mayor, quedó imponente.
La noche, estrellada, había refrescado; a un lado y a otro se oía el tintineo de los cencerros de las vacas y toros que pastaban en las dehesas.
Pasaron por el camino carros de bueyes en fila cargados de leña dirigidos por boyerizos con sombreros anchos; cruzaron por delante de Fernando algunos jinetes como negros fantasmas; después, la carretera quedó completamente desierta y silenciosa; no se oyó más que el tañido de las esquilas de las vacas, tan pronto cerca, tan pronto lejos, rápido y vocinglero unas veces, triste y pausado otras.
Fernando se puso a cantar para ahuyentar el miedo, cuando oyó junto a él los ladridos broncos de un perro. Debía de ser un perrazo enorme, de esos de ganado; en la oscuridad no se le veía; pero se notaba que se acercaba de pronto y retrocedía después. Ossorio sacó el revólver y lo amartilló.
El perro pareció entender la advertencia y se fue alejando, quedándose atrás hasta que dejaron de oírse sus ladridos.
Como sucede siempre, después de experimentar una impresión de miedo, Fernando se quedó turbado, y con predisposición ya para sentirlo y experimentarlo fuertemente por cualquier motivo, grande o pequeño. De pronto vio en la carretera una cosa blanca y negra que se movía. Se figuró que debía ser un toro o una vaca.
Fernando se sintió lleno de terror, y como para aquel caso de nada le servía el revólver, lo guardó en el bolsillo del pantalón después de ponerlo en el seguro; y hecho esto, salió de la carretera, saltando la cerca de un lado, se internó en una dehesa, sin pensar que el peligro era allí mayor por estar pastando multitud de reses bravas. Dentro de la dehesa trató de hacer una curva, dejando en medio a la vaca, toro o lo que fuese y seguir la carretera adelante.
Por desdicha, el terreno en el soto era muy desigual, y Ossorio se cayó de bruces desde lo alto de un ribazo, sin más daño que una rozadura en las rodillas.
La viajata empezaba a parecerle odiosa a Fernando, sobre todo larguísima. No pasaba nadie a quien preguntarle si se había equivocado o no de camino. Seguía oyéndose monótono y triste el son de las esquilas; alguna que otra hoguera de llamas rojas brillaba entre los árboles.
Se mezcló después al tañer de los cencerros el graznido de las ranas, alborotador, escandaloso.
Al poco rato de esto, Fernando vio un hombre, que debía ser molinero o panadero, porque estaba blanco de harina y que venía jinete en un borriquillo tan pequeño, que iba rozando el suelo con los pies.
—¿Este es el camino de Manzanares? —le preguntó Ossorio de sopetón.
El hombre, en vez de contestar, dio con los talones al borriquillo, que echó a correr; luego, desde lejos, gritó:
—Sí.
«Ha creído que soy algún bandido», pensó Fernando, mirando al hombre, que se alejaba; y, acompañándole con sus maldiciones, siguió Ossorio camino adelante, cada vez más turbado y medroso, cuando a la revuelta de la carretera se encontró con un castillo que se levantaba sobre una loma.
«Debe ser un efecto de óptica», pensó Ossorio, y se fue acercando con susto, como quien se aproxima a un fantasma que sabe que se va a desvanecer.
Era real el castillo, y parecía enorme. La luna pasaba por una galería destrozada que tenía en lo alto, y producía un efecto fantástico.
No lejos se comenzaba a ver el pueblo, envuelto en una neblina plateada. Era un pueblo de sierra, de pobres casas desparramadas en una loma.
Fernando se acercó a él y entró por una calle ancha y oscura, que era continuación de la carretera. Las casas todas estaban cerradas; ladraban los perros. En la plaza, de piso desigual, salía luz por la rendija de una puerta.
Ossorio llamó.
—¿Es posada esta? —dijo.
—Sí, posada es.
Abrióse la puerta y entró en el zaguán, grande, blanqueado, con vigas en el techo.
A un lado, debajo de una tosca escalera, había un cajón de madera sin pintar, con un mostrador recubierto de cinc, y en el mostrador, un hombre ceñudo, de boina, que asomaba el cuerpo tras de una balanza de platillos de hierro.
Era el posadero; hablaban con él dos tipos de aspecto brutal: el uno, con la chaqueta al hombro, faja y boina; el otro, con sombrero ancho, de tela.
El de la boina pedía al del mostrador aguardiente y tabaco al fiado, y el posadero se lo negaba y miraba al suelo amargamente, mientras daba vuelta entre los labios a una colilla apagada.
Viendo que la conversación seguía sin que el posadero se fijara en él, Fernando preguntó:
—¿Se puede cenar?
—Pagando…
—Se pagará. ¿Qué hay para cenar?
—Usted dirá.
—¿Hay huevos?
—No, señor; no hay.
—¿Habrá carne?
—A estas horas carne, tú… —dijo con ironía el del mostrador a uno de sus amigos.
—¿Pues qué demonios hay entonces?
—Usted dirá.
—¿Quiere usted hacer unas sopas? Y no hablemos más.
—Bueno. ¡Vaya por las sopas! Dentro de un momento están aquí.
Vinieron las sopas en una gran cazuela, con una capa espesísima de pimentón. No estaban agradables, ni mucho menos; pero con un esfuerzo de voluntad eran casi comestibles.
—¿Hay algún pajar? —preguntó después Ossorio al posadero.
—No hay pajar.
—Entonces, ¿dónde se puede dormir?
—Aquí se duerme en la cama.
—Y en todas partes; pero como en este pueblo parece que no hay nada, creía que no habría cama tampoco.
—Pues hay dos. Ahí enfrente está el cuarto.
Fernando entró en él. Era un cuarto ancho, negro, con una cama de tablas y un colchón muy delgado.
Ossorio se tendió vestido, y no pudo dormir un momento: veía caminos que se alargaban hasta el infinito, y él los seguía y los seguía, y siempre estaba en el mismo sitio. De vez en cuando se despertaban sus sentidos; escuchaba avizorado por un temor sin causa, y oía afuera, en el silencio de la noche, el canto de los ruiseñores.