LLEGÓ al final de la Castellana, subió por los desmontes del Hipódromo, y fue siguiendo maquinalmente las vueltas y revueltas del Canalillo.
La noche estaba negra, calurosa, pesada; ni una estrella brillaba en el cielo opaco, ni una luz en las tinieblas. De algunas casas cercanas salían perros al camino, que se ponían a ladrar con furia.
A Fernando le recordaba la noche y el lugar, noche y lugares de los cuentos en donde salen trasgos o ladrones.
Se sentó al borde del Canalillo. Era así como la noche su porvenir: oscuro, opaco, negro. No quería emperezarse. Se levantó, y en una de las revueltas del camino se encontró con dos hombres garrote en mano. Eran consumeros.
—¿Adónde salgo por aquí? —les preguntó Fernando.
—Si sigue usted por esta senda, a la Castellana; por esta otra, a los Cuatro Caminos.
Se veían aquí y allá filas de faroles que brillaban, se interrumpían, volvían a formar otra hilera y a brillar a lo lejos.
Ossorio siguió hacia los Cuatro Caminos. Cuando llegó a los merenderos empezaba a amanecer. En una taberna preguntó cuál era aquella carretera; le dijeron que la de Fuencarral, y comenzó a marchar por ella.
A ambos lados de la carretera se veían casuchas roñosas, de piso bajo sólo, con su corraliza cercada de tapia de adobe; la mayoría, sin ventanas, sin más luz ni más aire que el que entraba por la puerta.
Blancas nubes cruzaban el cielo pálido; en la sierra aun resaltaban grandes manchas de nieve. A lo lejos se veía un pueblo envuelto en una nube cenicienta. De los tejares próximos llegaba un olor irrespirable a estiércol quemado.
Salió el sol, que, aun dando de soslayo, comenzó a fatigarle. Al poco rato sudaba a mares. No había sombra allí para tenderse, ni ventorro cercano; después de vacilar Ossorio muchas veces, entró en un cobertizo rodeado por una cerca hecha con latas de petróleo.
Allí dentro, un viejo estaba amontonando botes de pimiento en un rincón.
—Oiga usted, buen hombre, ¿quiere usted darme algo de comer, pagando, por supuesto? —preguntó Ossorio.
—Pase usted, señorito.
Entró Fernando en el cobertizo, y el viejo le hizo pasar de aquí a su casa, hecha de adobe, con un corralillo para las gallinas, cercado por latas extendidas y clavadas en estacas.
El viejo era encorvado, con el pelo de color gris sucio, las manos temblorosas y los ojos rojizos; ejercía su profesión de basurero desde la infancia. Antes que Sabatini tuviera sus carros y su contrata con el Ayuntamiento, le dijo a Fernando, conocía él todo lo conocible en cuestión de basuras.
Después de exponer sus grandes conocimientos en este asunto, preguntó a Ossorio:
—¿Y adónde va usted, si se puede saber?
—Difícil es, porque yo no lo sé.
El viejo movió la cabeza con un ademán compasivo y de duda al mismo tiempo, y no dijo nada.
—¿Adónde va la carretera? —preguntó Fernando.
—La de la izquierda, a Colmenar; la otra es la carretera de Francia.
—Pues iré a Colmenar. ¿Me dejará usted dormir un rato aquí?
—Sí, señor. Duerma usted. ¡Pues no faltaba más!
Fernando se tendió en un montón de paja y quedó amodorrado.
Soñó que se acercaba a él por los aires, amenazadora, una nube negra, muy negra, y de repente se abría en su centro una especie de cráter rojo.
Se despertó de repente y se levantó.
—¿Qué le debo a usted? —le preguntó al viejo.
—A mí, nada.
—¡Pero, hombre!
—Nada, nada.
—Pues muchas gracias.
Se despidió del viejo dándole un apretón de manos, y siguió andando por la carretera, llena de polvo. Pasaban carromatos y mujeres montadas en borriquillos. La tierra era estéril; en la carretera, sólo a largo trecho había algún arbolillo raquítico y torcido, y en algunas partes, cuadros de viñas polvorientas.
A las nueve estaba Ossorio en Fuencarral. En la entrada del pueblo, a la derecha, hay una ermita blanca, acabada de blanquear, con la puerta de azul rabioso, cúpula de pizarra y un tinglado de hierro para las campanas.
El pueblo estaba solitario y triste, como si estuviera abandonado: se olía, al entrar en él, un olor fuerte a paja quemada.
En Fuencarral se divide la carretera; Ossorio tomó la que pasa próxima a la tapia de El Pardo.
Nubarrones grises y pálidos celajes llenaban el cielo; algunos rebaños pacían en la llanura. La carretera se extendía llena de polvo y de carriles hechos por los carros entre los arbolillos enclenques. El paisaje tenía la enorme desolación de las llanuras manchegas. A media tarde vio entre las colinas áridas y yermas las copas de unos cuantos cipreses que se destacaban negruzcos en el cielo.
Era algún jardín o cementerio de un convento abandonado y ruinoso que se veía a pocos pasos.
Fernando se echó allá, a la sombra, y descansó un par de horas. Sentía un terrible cansancio que no le dejaba discurrir, con gran satisfacción suya, y al mismo tiempo una vaguedad y laxitud grandes.
Al ver que pasaba la tarde tuvo que hacer un gran esfuerzo para levantarse; bordeando la cerca de El Pardo, sentándose aquí, echándose allá, fue acercándose a Colmenar.
Se veía el pueblo desde lejos sobre una loma. Por encima de él, nubes espesas y plomizas formaban en el horizonte una alta muralla, encima de la cual parecían adivinarse las torres y campanarios de alguna ciudad misteriosa, de sueño.
Aquella masa de color de plomo estaba surcada por largas hendeduras rojas que al reunirse y ensancharse parecían inmensos pájaros de fuego con las alas extendidas.
La masa azulada de la sierra se destacó al anochecer y perfiló su contorno, línea valiente y atrevida, detallada en la superficie más clara del cielo.
Oscureció; lo plomizo fue tomando un tono frío y gris; comenzó a oírse a lo lejos el tañido de una campana; pasó una cigüeña volando…