AL día siguiente, Ossorio se levantó de la cama tarde, cansado, con la espalda y los riñones doloridos. Seguía pensando en el fenómeno de la noche anterior e interpretándolo de una porción de maneras: unas veces se inclinaba a creer en lo inconsciente; otras, suponía la existencia de fuerzas supranaturales, o, por lo menos, suprasensibles. Había momentos en que se creía en una farsa inventada por él mismo sin darse conciencia clara del hecho; pero, fuese cualquiera la explicación que admitiera, el fenómeno le producía un miedo horrible.
Siempre había sido inclinado a la creencia en lo sobrenatural, pero nunca de una manera tan rotunda como entonces. La época de la pubertad de Fernando, además de ser dolorosa por sus descubrimientos desagradables y penosos, lo fue también por el miedo. De noche, en su cuarto, oía siempre la respiración de un hombre que estaba detrás de la puerta. Además era sonámbulo; se levantaba de la cama muchas veces, salía al comedor y se escondía debajo de la mesa; cuando el frío de las baldosas le despertaba, volvía a la cama sin asombrarse.
Tenía dolores de distinto carácter; de distinto color le parecía a él.
Cuando todavía era muchacho fue a ver cómo agarrotaban a los tres reos de la Guindalera, llevado por una curiosidad malsana, y por la noche, al meterse en la cama, se pasó hasta el amanecer temblando; durante mucho tiempo, al abrir la puerta de un cuarto oscuro veía en el fondo la silueta de los tres ajusticiados: la mujer en medio, con la cabeza para abajo; uno de los hombres, aplastado sobre el banquillo; el otro, en una postura jacarandosa, con el brazo apoyado en una pierna.
Pero aunque el miedo hubiera sido un huésped continuo de su alma, nunca había llegado a una tan grande intranquilidad, de todos los momentos. Desde aquella noche la vida de Fernando fue imposible.
Parecía que la fuerza de su cerebro se disolvía, y, con una fe extraña en un hombre incrédulo, intentaba levantar por la voluntad las mesas y las sillas y los objetos más pesados.
Fue una época terrible de inquietudes y dolores.
Unas veces veía sombras, resplandores de luz, ruidos, lamentos; se creía transportado en los aires o que le marchaba del cuerpo un brazo o una mano.
Otra vez se le ocurrió que los fenómenos medianímicos que a él le ocurrían tenían como causa principal el demonio.
En su cerebro débil, todas las ideas locas mordían y se agarraban, pero aquella, no; por más que quiso aferrarse y creer en Satanás, la idea se le escapaba.
Íntimamente su miedo era creer que los fenómenos que experimentaba eran única y exclusivamente síntomas de locura o de anemia cerebral.
Al mismo tiempo sentía una gran opresión en la columna vertebral, y vértigos y zumbidos, y la tierra le parecía como si estuviera algodonada.
Un día que encontró a un antiguo condiscípulo suyo, le explicó lo que tenía y le preguntó después:
—¿Qué haría yo?
—Sal de Madrid.
—¿Adónde?
—A cualquier parte. Por los caminos, a pie, por donde tengas que sufrir incomodidades, molestias, dolores…
Fernando pensó durante dos o tres días en el consejo de su amigo, y viendo que la intranquilidad y el dolor crecían por momentos, se decidió. Pidió dinero a su administrador, cosió unos cuantos billetes en el forro de su americana, se vistió con su peor traje, compró un revólver y una boina, y una noche, sin despedirse de nadie, salió de casa con intención de marcharse de Madrid.