VII

FUERON tres meses terribles para Fernando.

Una noche, después de salir de la casa en donde se reunían los dos, en vez de callejear entraron en la iglesia de San Andrés, que estaba abierta. Se rezaba un rosario o una novena; la iglesia estaba a oscuras; había cuatro o cinco viejas arrodilladas en el suelo. Laura y Fernando entraron hasta el altar mayor, y como la verja que comunica la iglesia con la Capilla del Obispo estaba abierta, pasaron adentro y se sentaron en un banco. Después, Laura se arrodilló. El lugar, la irreverencia que allí se cometía, impulsaron a Fernando a interrumpir los rezos de Laura, inclinándose para hablarla al oído. Ella, escandalizada, se volvió a reprenderle; él la tomó del talle, Laura se levantó, y entonces Fernando, bruscamente, la sentó sobre sus rodillas.

—Te he de besar aquí —murmuró, riéndose.

—No —dijo ella temblorosamente—, aquí, no. —Después, mostrándole un Cristo en un altar, apenas iluminado por dos lamparillas de aceite, murmuró—: Nos está mirando.

—Ossorio se echó a reír, y besó a Laura dos o tres veces en la nuca. Ella se pudo desasir, y salió de la iglesia; él hizo lo mismo.

De noche, al entrar en la cama, sin saber por qué, se le apareció claramente sobre el papel de su cuarto un Cristo grande que le contemplaba. No era un Cristo vivo de carne, ni una imagen del Cristo: era un Cristo momia. Fernando veía que el cabello era de alguna mujer, la piel de pergamino; los ojos debían de ser de otra persona. Era un Cristo momia, que parecía haber resucitado de entre los muertos, con carne y huesos y cabellos prestados.

«¡Farsante! —murmuró con ironía Ossorio. ¡Imaginación, no me engañes!» Y no había acabado de decir esto, cuando sintió un escalofrío que le recorría la espalda.

Se levantó de su asiento, apagó la luz, se acercó a su alcoba y se tendió en la cama. Mil luces le bailaban en los ojos; ráfagas brillantes, espadas de oro. Sentía como avisos de convulsiones que le espantaban.

«Voy a tener convulsiones», se decía a sí mismo, y esta idea le producía un terror pánico.

Tuvo que levantarse de la cama; encendió una luz, se puso las botas y salió a la calle. Llegó a la plaza de Oriente a toda prisa. Se revolvían en su cerebro un maremágnum de ideas que no llegaban a ser ideas.

A veces sentía como un aura epiléptica, y pensaba: me voy a caer ahora mismo; y se le turbaban los ojos y se le debilitaban las piernas, tanto, que tenía que apoyarse con las manos en la pared de alguna casa.

Por la calle del Arenal fue hasta la Puerta del Sol. Eran las doce y media.

Llegó a Fornos y entró. En una mesa vio a un antiguo condiscípulo de San Carlos, que estaba cenando con una mujerona gruesa, y que le invitó a cenar con ellos.

Fernando contestó haciendo un signo negativo con la cabeza, y ya iba a marcharse, cuando oyó que le llamaban. Se volvió y se encontró a Paco Sánchez de Ulloa, que estaba tomando café.

Paco Sánchez era hijo de una familia ilustre. Se había gastado toda su fortuna en locuras, y debía una cantidad crecida. Eso sí, cuando se sentía vanidoso y se emborrachaba, decía que era el señor del estado de Ulloa y de Monterroto, y de otros muchos más.

Fernando contó, espantado, lo que le había sucedido.

—¡Bah! —murmuró Sánchez de Ulloa—. Si estuvieras en mi caso; no tendrías esos terrores.

—¿Pues qué te pasa?

—Nada. Que ha entrado un imbécil en el ministerio, una de esos ministros honrados que se dedican a robar el papel, las plumas, y me dejará cesante. Este otro que se ha marchado era una buena persona.

—Pues, chico, no tenía una gran fama.

—No. Es un ladrón: pero siquiera, roba en grande. El dice: ¿Cuánto se puede sacar al año del ministerio? ¿Veinte mil pesetas? Pues las desprecia; las abandona a nosotros. Que luego divida a España en diez pedazos y los vaya vendiendo uno a Francia, otro a Inglaterra, etc., etc. Hace bien. Cuanto antes concluyan con este cochino país, mejor.

En aquel momento se sentó una muchacha pintada en la mesa en que estaban los dos.

—Vete, joven prostituta —le dijo Ulloa—; tengo que hablar con este amigo.

—¡Desaborío! —murmuró ella al levantarse.

—Será lo único que sabrá decir esa imbécil —masculló Fernando con rabia.

—¿Tú crees que las señoras saben decir más cosas? Ya ves María la gallega, la Regardé, la Churretes y todas esas otras si son bestias; pues nuestras damas son más bestias todavía y mucho más golfas.

—¿Qué, salimos? —preguntó Fernando.

—Sí. Vamos —dijo Ulloa.

Salieron de Fornos y echaron a andar nuevamente hacia la Puerta del Sol.

Ulloa maldecía de la vida, del dinero, de las mujeres, de los hombres, de todo.

Estaba decidido a suicidarse si la última combinación que se traía no le resultaba.

—A mí todo me ha salido mal en esta perra vida —decía Ulloa—, todo. Verdad que en este país el que tiene un poco de vergüenza y de dignidad está perdido. ¡Oh! Si yo pudiera tomar la revancha. De este indecente pueblo no quedaba ni una mosca. Que me decía uno: «Yo soy un ciudadano pacífico», no importa. «¿Ha vivido usted en Madrid?» «Sí, señor». «Que le peguen cuatro tiros.» Te digo que no dejaría ni una mosca, ni una piedra sobre otra.

Fernando le oía hablar sin entenderle. «¿Qué querrá decir?», se preguntaba.

Se traslucían en Ulloa todos los malos instintos del aristócrata arruinado.

Al desembocar en la Puerta del Sol vieron a dos mujeres que se insultaban rabiosamente.

Cuatro o cinco desocupados habían formado corro para oírlas. Fernando y Ulloa se acercaron. De pronto una de las mujeres, la más vieja, se abalanzó sobre la otra. La joven se terció el mantón y esperó con la mano derecha levantada, los dedos extendidos en el aire. En un momento, las dos se agarraron del moño y empezaron a golpearse brutalmente. Los del grupo reían. Fernando trató de separarlas, pero estaban agarradas con verdadera furia.

—Déjalas que se maten —dijo Ulloa, y tiró del brazo a Fernando.

Las dos mujeres seguían arañándose y golpeándose en medio de la gente, que las miraba con indiferencia.

De pronto se acercó un chulo, cogió a la muchacha más joven del brazo y le dio un tirón que la separó de la otra; tenía la cara llena de arañazos y de sangre.

—¡Vaya un sainete! —gritó Ulloa—. ¡Y la policía sin aparecer por ninguna parte! ¡Para qué servirá la policía en Madrid!

Las palabras de su amigo, la riña de las dos mujeres, Laura, la aparición de la noche, todo se confundía y se mezclaba en el cerebro de Fernando.

Nunca había estado su alma tan turbada. Ulloa seguía hablando, haciendo fantasías sobre el motivo del país. En este país… ¡Si estuviéramos en otro país!

Dieron una vuelta por la plaza de Oriente, y se dirigieron hacia el Viaducto. Desde allá se veía hacia abajo la calle de Segovia, apenas iluminada por las luces de los faroles, las cuales se prolongaban después en dos líneas de puntos luminosos que corrían en zigzag por el campo negro, como si fueran de algún malecón que entrara en el mar.

—Me gusta sentir el vértigo, suponer que aquí no hay una verja a la que uno puede agarrarse —dijo Ulloa.

Por una callejuela próxima a San Francisco el Grande salieron cerca de la plaza de la Cebada, y bajando por la calle de Toledo, pasaron por la puerta del mismo nombre. Antes de llegar al puente oyeron gritos y sonidos de cencerros. Traían las reses al Matadero. Fernando y Ulloa se acercaron al centro de la carretera.

—¡Eh! ¡Fuera de ahí! —les gritó un hombre con gorra de pelo que corría enarbolando un garrote.

—¿Y si no nos da la gana? —preguntó Ulloa.

—Maldita sea la… —exclamó el hombre de la gorra.

—¿A que le pego un palo a este tío? —murmuró Ulloa.

—¡Eh!, ¡eh!, ¡fuera!, ¡fuera! —gritaron desde lejos.

Fernando hizo retroceder a su amigo; el hombre de la gorra echó a correr con el garrote al hombro y comenzaron a pasar las reses saltando, galopando, como una ola gigante.

Detrás del ganado venían tres garrochistas a caballo. Ya cerca del Matadero, los jinetes gritaron, se encabritaron los caballos y todo el tropel de reses desapareció en un momento.

La noche estaba sombría; el cielo, con grandes nubarrones, por entre los cuales se filtraba de vez en cuando un rayo blanco y plateado de luna.

Ossorio y Ulloa siguieron andando por el campo llano y negro, camino de Carabanchel Bajo. Llegaron a este pueblo, bebieron agua en una fuente y anduvieron un rato por campos desiertos, llenos de surcos. Era una negrura y un silencio terribles. Sólo se oían a lo lejos ladridos desesperados de los perros. Enfrente, un edificio con las ventanas iluminadas.

—Eso es un manicomio —dijo Ulloa.

A la media hora llegaron a Carabanchel Alto por un camino a cuya derecha se veía un jardín que terminaba en una plaza iluminada con luz eléctrica.

—La verdad es que no sé para qué hemos venido tan lejos —murmuró Ulloa.

—Ni yo.

—Sentémonos.

Estuvieron sentados un rato sin hablar, y cuando se cansaron salieron del pueblo. Se veía Madrid a In lejos, extendido; lleno de puntos luminosos, envuelto en una tenue neblina.

Llegaron al cruce de la carretera de Extremadura y pasaron por delante de algunos ventorros.

—¿Tú tienes dinero? —preguntó Ulloa.

—Un duro.

—Llamemos en una venta de estas.

Hiciéronlo así; les abrieron en un parador y pasaron a la cocina, iluminada por un candil que colgaba de la campana de una chimenea.

—Se encuentra aquí uno en plena novela de Fernández y González, ¿verdad? —dijo Ulloa—. Le voy a hablar de vos al posadero.

—¡Eh, señor hostelero! ¿Qué tenéis para comer?

—Pues hay huevos, sardinas, queso…

—Está bien. Traed las tres cosas y poned la mesa junto al fuego. Pronto. ¡Voto a bríos! Que no estoy acostumbrado a esperar.

Fernando no tenía ganas de comer; pero, en cambio, su amigo tragaba todo lo que le ponían por delante. Los dos bebían con exageración; no hablaban. Vieron que unos arrieros con sus mulas salían del parador. Debía de estar amaneciendo.

—Vámonos —dijo Fernando.

Pero Ulloa estaba allí muy bien y no quería marcharse.

—Entonces me marcho solo.

—Bueno; pero dame el duro.

Ossorio se lo dio. Salió de la venta.

Empezaba a apuntar el alba; enfrente se veía Madrid lo alto, en una neblina de color de acero. Los faroles de la ciudad ya no resplandecían con brillo; sólo algunos focos eléctricos, agrupados en la plaza de la Armería, desafiaban con su luz blanca y cruda la suave claridad del amanecer.

Sobre la tierra violácea de oscuro tinte, con alguna que otra mancha verde, simétrica de los campos de sembradura, nadaban ligeras neblinas; allá aparecía un grupo de casuchas de basurero, tan humildes que parecían no atreverse a salir de la tierra; aquí, un tejar; más lejos, una corraliza, con algún grupo de arbolillos enclenques y tristes y alguna huerta por cuyas tapias asomaban masas de follaje verde.

Por la carretera pasaban los lecheros montados en sus caballejos peludos, de largas colas; mujeres de los pueblos inmediatos arreando borriquillos cargados de hortalizas; pesadas y misteriosas galeras, que nadie guiaba, arrastradas por larga reata de mulas medio dormidas; carros de los basureros, destartalados, con las bandas hechas de esparto, que iban dando barquinazos, tirados por algún escuálido caballo precedido de un valiente borriquillo; traperos con sacos al hombro; mujeres viejas, haraposas, con cestas al brazo. A medida que se acercaba Ossorio a Madrid iba viendo los paradores abiertos y hombres y mujeres negruzcos que entraban y salían en ellos. Se destacaba la ciudad claramente: el Viaducto, la torre de Santa Cruz, roja y blanca, otras, puntiagudas, piramidales, de color pizarroso, San Francisco el Grande…

Y en el aéreo mar celeste se perfilaban, sobremontes amarillentos, tejados, torres, esquinazos paredones del pueblo.

Sobre el bloque blanco del Palacio Real, herido por los rayos del sol naciente, aparecía una nubecilla larga y estrecha, rosado dedo de la aurora; el cielo comenzaba a sonreír con dulce melancolía, y la mañana se adornaba con sus más hermosas galas azules y rojas.

Subió Ossorio por la cuesta de la Vega, silenciosa, con sus jardines abandonados; pasó por delante de la Almudena, salió a la calle Mayor; Madrid estaba desierto, iluminado por una luz blanca, fría, que hacía resaltar los detalles todos. En el barrio en donde vivía Fernando, las campanas llamaban a los fieles a la primera misa; alguna que otra vieja encogida, cubierta con una mantilla verdosa, se encaminaba hacia la iglesia, como deslizándose cerca de las paredes.