VI

POR entonces ya Fernando comenzaba a tener ciertas ideas ascéticas.

Sentía desprecio por la gimnasia y el atletismo. La limpieza le parecía bien, con tal de que no ocasionase cuidados.

Tenía la idea del cristiano, de que el cuerpo es una porquería, en la que no hay que pensar.

Todas esas fricciones y flagelaciones de origen pagano le parecían repugnantes. Ver un atleta en un circo, le producía una repulsión invencible.

El ideal de su vida era un paisaje intelectual, frío, limpio, puro, siempre cristalino, con una claridad blanca, sin un sol bestial; la mujer soñada era una mujer algo rígida, de nervios de acero; energía de domadora y con la menor cantidad de carne, de pecho, de grasa, de estúpida brutalidad y atontamiento sexuales.

Una noche de Carnaval en que Fernando llegó a casa a la madrugada, se encontró con su tía Laura, que estaba haciendo té para Luisa Fernanda, que se hallaba enferma.

Fernando se sentía aquella noche brutal; tenía el cerebro turbado por los vapores del vino.

Laura era una mujer incitante, y en aquella hora aún más.

Estaba despechugada; por entre la abertura de su bata se veía su pecho blanco, pequeño y poco abultado, con una vena azul que lo cruzaba; en el cuello tenía una cinta roja con un lazo.

Fernando se sentó junto a ella sin decir una palabra; vio cómo hacía todos los preparativos, calentaba el agua, apartaba después la lamparilla del alcohol, vertía el líquido en una taza e iba después hacia el cuarto de su hermana con el plato en una mano mientras que con la otra movía la cucharilla, que repiqueteaba con un tintineo alegre en la taza.

Fernando esperó a que volviera, entontecido, con la cara inyectada por el deseo. Tardó Laura en volver.

—¿Todavía estás aquí? —le preguntó a su sobrino.

—Sí.

—Pero ¿qué quieres?

—¿Qué quiero? —murmuró Fernando sordamente, y acercándose a ella tiró de la bata de una manera convulsiva y besó a Laura en el pecho con labios que ardían.

Laura palideció profundamente y rechazó a Ossorio con un ademán de desprecio. Luego pareció consentir; Fernando la agarró del talle y la hizo pasar a su cuarto.

La luz eléctrica estaba allí encendida; había fuego en la chimenea. Al llegar allí él se sentó en un sofá y miró estúpidamente a Laura; ella, de pie, le contempló; de pronto, abalanzándose sobre él, le echó los brazos al cuello y le besó en la boca; fue un beso largo, agudo, doloroso. Al retroceder ella, Fernando trató de sujetarla, primero del talle, después agarrándola de las manos. Laura se desasió, y tranquilamente, despacio, rechazándole con un gesto violento cuando él quería acercarse, fue dejando la ropa en el suelo y apareció sobre el montón de telas blancas su cuerpo desnudo, alto, esbelto, moreno, iluminado por la luz del techo y por las llamaradas rojas de la chimenea.

La cinta que rodeaba su cuello parecía una línea de sangre que separaba su cabeza del tronco. Fernando la cogió en sus brazos y la estrechó convulsivamente, y sintió en la cara, en los párpados, en el cuello los labios de Laura, y oyó su voz áspera y opaca por el deseo.

A media noche, Ossorio se despertó; vio que Laura se levantaba y salía del cuarto como una sombra blanca. Al poco rato volvió.

—¿A dónde has ido? Te vas a enfriar —le dijo.

—A ver a Luisa. Hace frío —y apelotonándose se enlazó a Fernando estrechamente.

Y así en los demás días. Como las fieras que huyen a la oscuridad de los bosques a satisfacer su deseo, así volvieron a encontrarse mudos, temblorosos, poseídos de un erotismo bestial nunca satisfecho, quizá sintiendo el uno por el otro más odio que amor. A veces, en el cuerpo de uno de los dos quedaban huellas de golpes, de arañazos, de mordiscos. Fernando fue el primero que se cansó. Sentía que su cerebro se deshacía, se liquidaba. Laura no se saciaba nunca: aquella mujer tenía el furor de la lujuria en todo su cuerpo.

Su piel estaba siempre ardiente, los labios secos; en sus ojos se notaba algo como requemado. A Fernando le parecía una serpiente de fuego que le había envuelto entre sus anillos y que cada vez le estrujaba más y más, y él iba ahogándose y sentía que le faltaba el aire para respirar. Laura le excitaba con sus conversaciones sensuales. De ella se desprendía una voluptuosidad tal, que era imposible permanecer tranquilo a su lado.

Cuando con sus palabras no llegaba a enloquecer a Fernando, ponía sobre su hombro un gato de Angora blanco, muy manso, que tenían, y allí lo acariciaba como si fuera un niño: ¡Pobrecito!, ¡pobrecito!, y sus palabras tenían entonaciones tan brutalmente lujuriosas, que a Fernando le hacían perder la cabeza y lloraba de rabia y de furor. Laura quería gozar de todas estas locuras y salían y se daban cita en una casa de la calle de San Marcos. Era una casa estrecha, con dos balcones en cada piso; en uno del principal había una muestra que ponía: «Sastre y modista», y sostenidos en los hierros de los balcones, abrazados por un anillo, tiestos con plantas. En el piso bajo había un obrador de plancha. Fernando solía esperar a Laura en la calle. Ella llegaba en coche, llamaba en el piso principal; una mujer barbiana, gorda, que venía sin corsé, con un peinador blanco y en chanclas, le abría la puerta y le hacía pasar a un gabinete amueblado con un diván, una mesa, varias sillas y un espejo grande, frente al diván.

Todo aquello le entretenía admirablemente a Laura; leía los letreros que se habían escrito en la pared y en el espejo.

Algunas veces, buscando la sensación más intensa, iban a alguna casa de la calle de Embajadores o de Mesón de Paredes. Al salir de allá, cuando los faroles brillaban en el ambiente limpio de las noches de invierno, se detenían en los grupos de gente que oía a algún ciego tocar la guitarra. Laura se escurría entre los aprendices de taller embozados hasta las orejas en sus tapabocas, entre los golfos, asistentes y criadas. Escuchaban en silencio los arpegios, punteados y acordes, indispensable introducción del cante jondo.

Carraspeaba el cantor, lanzaba doloridos ayes y jipíos, y comenzaba la copla, alzando los turbios ojos, que brillaban apagados a la luz de los faroles.

Con los ojos cerrados, la boca abierta y torcida, apenas articulaba el ciego las palabras del lamento gitano, y sus frases sonaban subrayadas con golpes de pulgar sobre la caja sonora de la guitarra.

Aquellas canciones nostálgicas y tristes, cuyos principales temas eran el amor y la muerte, la sangrecita y el presidio, el corazón y las cadenas, y los camposantos y el ataúd de la madre, hacían estremecer a Laura, y sólo cuando Fernando le advertía que era tarde se separaba del grupo con pena y cogía el brazo de su amigo e iban los dos por las calles oscuras.

Muchas veces Fernando, al lado de aquella mujer, soñaba que iba andando por una llanura castellana seca, quemada, y que el cielo era muy bajo, y que cada vez bajaba más, y él sentía sobre su corazón una opresión terrible, y trataba de respirar y no podía.

De vez en cuando, un detalle sin importancia reavivaba sus deseos: un vestido nuevo, un escote más pronunciado. Entonces andaba detrás de ella por la casa como un lobo, buscando las ocasiones para encontrarla a solas, con los ojos ardientes y la boca seca; y cuando la cogía, sus manos nerviosas se agarraban como tenazas a los brazos o al pecho de Laura, y, con voz rabiosa, murmuraba entre dientes: «Te mataría»; y a veces tenía que hacer un esfuerzo para no coger entre sus dedos la garganta de Laura y estrangularla.

Laura le excitaba con sus caricias y sus perversidades, y cuando veía a Fernando gemir dolorosamente con espasmos, le decía, con una sonrisa entre lúbrica y canalla:

—Yo quiero que sufras, pero que sufras mucho.

Muchas noches Fernando se escapaba de casa y se reunía con sus antiguos amigos bohemios; pero en vez de hablar de arte bebía frenéticamente.

Por la mañana, cuando iba a casa, cuando por el frío del amanecer se disipaba su embriaguez, sentía un remordimiento terrible, no un dolor de alma, sino un dolor orgánico en el epigastrio y una angustia brutal que le daban deseos de echar a correr dando vueltas y saltos mortales por el aire, como los payasos, lejos, muy lejos, lo más lejos posible.

Solía recordar en aquellos amaneceres una impresión matinal de Madrid, de cuando era estudiante; aquellas mañanas frescas de otoño, cuando iba a San Carlos, se le representaban con energía, como si fueran los pocos momentos alegres de su vida.

Laura parecía rejuvenecerse con sus relaciones; en cambio, Fernando se avejentaba por momentos, e iba perdiendo el apetito y el sueño. Una neuralgia de la cara le mortificaba horriblemente; de noche le despertaba el dolor, tenía que vestirse y salir a la calle a pasear.

Quizá por contraste, Fernando, que estaba hastiado de aquellos amores turbulentos, se puso a hacer el amor a la muchacha de luto que era amiga de su prima y se llamaba Blanca.

Laura lo supo y no se incomodó.

«¡Si, debías casarte con ella! —le dijo a Fernando—. Te conviene. Tiene una fortuna regular.»

A Ossorio le pareció repugnante la observación, pero no dijo nada.

Una noche Fernando fue a los Jardines y vio a Blanca paseándose, mirando a un nuevo galán. A Fernando empezaba a parecerle otra vez bonita y agradable. Devoró su rabia, y al salir siguió tras ella, que no sólo no disimulaba, sino que exageraba la amabilidad con el joven. Iba la muchacha en un grupo de varias personas que volvían a casa.

La siguió por Recoletos, y la oyó una risa tan irónica, tan burlona, que se acercó sin saber para qué. Fernando se adelantó a ella y se detuvo a encender un cigarro. Pasaron Blanca y su amiga, y detrás, dos señoras y un caballero, las dos muchachas del brazo, balanceándose, moviendo las caderas; y al llegar cerca de Fernando, este se retiró tan torpemente que casi tropezó con ellas. Blanca se llevó la mano a la boca, fingiendo que contenía la risa, y murmuró:

—¡Está chiflado!

En todas las amigas de Blanca, Fernando notaba la misma mezcla de ironía y de compasión que le exasperaba.

Por la amistad de María Flora llegó a acompañar a Blanca algunos días; pero en vez de enamorarse con el trato, le sucedió lo contrario.

Cada detalle le molestaba más y más. ¡Hacían unos desprecios a la institutriz!, pobre muchacha que había cometido el delito de tener unos ojos muy grandes y muy hermosos y una cara tranquila, de expresión dulce. La hacían ir siempre detrás; si formaban un corro para hablar, la dejaban fuera. Quizá había en la muchacha una gran serenidad, y todos los desdenes resbalaban en ella.

Blanca era de una desigualdad de carácter perturbadora, y Fernando tuvo que desistir de sus intentos.

Laura trató de consolarle; ella, que no quería perder a Fernando, ansiaba comprender aquel temperamento opuesto al suyo, aquel carácter irregular, tan pronto lleno de ilusiones como aplanado por un desaliento sin causa. Había un verdadero abismo entre la manera de ser de los dos; no se entendían en nada, y Fernando, con la indignación de su debilidad, pegaba a su querida. A veces, a ella le entraba un terror pánico al ver a su sobrino hablando solo por las habitaciones oscuras.

Ella quería experimentar el placer a todo pasto, sentir vibrando las entrañas con las voluptuosidades más enervadoras, llegar al límite en que el placer, de intenso, se hace doloroso; pero turbar su espíritu, no.

Nunca se habían dicho Fernando y Laura una palabra tierna propia de enamorados; cuando sus ojos no manifestaban odio, más bien huían que buscaban encontrarse.

Y cada día Fernando estaba más intranquilo, más irritado y desigual en su manera de ser. De afirmaciones categóricas pasaba a negaciones de la misma clase, y si alguno le contrariaba, balbuceaba por la indignación palabras incoherentes. Una de sus frases era decir:

—Estoy azorado.

—¿Por qué? —se le preguntaba.

—Qué sé yo —contestaba irritado.