V

CUANDO Fernando Ossorio se encontró instalado en la nueva casa de la calle del Sacramento, comprendió que debía haber llegado a un extremo de debilidad muy grande. Precisamente entonces la herencia de su tío abuelo le daba medios para vivir con cierta independencia; pero como no tenía deseos, ni voluntad, ni fuerzas para nada, se dejó llevar por la corriente. No entraba en la decisión de sus tías de llevarle a vivir con ellas ningún móvil interesado. Luisa Fernanda le tenía cariño a su sobrino, y al mismo tiempo pensaba que cuatro mujeres solas en una casa no tenían la autoridad que podría tener un hombre. Antes, Fernando tuvo una conferencia con su tía Laura, y desde entonces ya no se volvió a hablar del matrimonio de María Flora con Fernando.

Las tías, que fueron a ocupar el segundo piso de la casa del señor difunto, destinaron para su sobrino dos cuartos grandes, una sala con dos balcones que daban a la calle del Sacramento y una alcoba con ventanas a un jardín de la vecindad. La sala, que había estado cerrada durante mucho tiempo, tenía un aspecto marchito que agradaba a Fernando. Era grande y de techo bajo, lo que le hacía parecer de más tamaño; estaba tapizada con papel amarillo claro, con dibujos geométricos en las paredes y cubierta en el techo con papel blanco.

Un zócalo de madera de limoncillo corría alrededor del cuarto.

Los balcones, altos y anchos, rasgados en la gruesa pared, no se abrían en toda su altura, sino sólo en la parte de abajo: los cristales eran pequeños y sujetos por gruesos listones pintados de blanco.

Una sillería vieja de terciopelo amarillo formada por sillas curvas, un sofá y dos sillones ajados adornaban la sala. En las paredes y en el suelo había un amontonamiento de muebles, cuadros y cachivaches; un piano viejo con las teclas amarillentas, dos o tres cornucopias, una consola de mármol que sostenía dos relojes ennegrecidos de metal dorado, un pupitre de porcelana y una poltrona vieja cubierta de tela dorada con dibujos negros.

En esta poltrona pasaba Ossorio las horas muertas, contemplando las rajaduras del techo, que parecían las líneas que representan los ríos en los mapas, y las manchas redondeadas, rojizas, que dejaban las moscas.

En las paredes no había sitio libre donde poner la punta de un alfiler: estaban llenas de cuadros, de apuntes, de fotografías de iglesias, de grabados y de medallas. Había reunido allí los mejores cuadros de la casa, antes colocados en los sitios más oscuros.

Desde los balcones se veía un montón de tejados parduscos, grises. Por encima de ellos, enfrente, la iglesia de San Andrés, la única quizá agradable de Madrid; más lejos, a la derecha, se destacaba la parte superior de la cúpula gris de San Francisco el Grande; y cerca, a un lado, la torre de Santa María de la Almudena.

Reinaba en la sala un gran silencio. De cuando en cuando se oía el timbre de los tranvías de la calle Mayor y las campanas de la iglesia próxima.

La alcoba, cuyas ventanas daban a un jardín de la vecindad, tenía una cama de madera, grande, baja, con cortinas verdes, un armario y un gran sillón.

Abajo, desde las ventanas, se veía un jardín con un estanque redondo en medio, adornado con macetas.

El cambio de medio moral influyó en Ossorio grandemente; dejó sus amistades de bohemio, y se reunió con una caterva de señoritos de buena sociedad, viciosos, pero correctos siempre; comenzó a presentarse en la Castellana y en Recoletos, en coche, y en los palcos de los teatros, elegantemente vestido, acompañando señoras.

Era una vida desconocida para Fernando, que tenía atractivos.

Toda la gente distinguida se ve por la mañana, por la tarde y por la noche. El gran entretenimiento de ellos no es presenciar óperas, dramas, pasear, andar en coche o bailar; la satisfacción es verse todos los días, saber lo que hacen, descubrir por el aspecto de una familia su encumbramiento o su ruina, estudiarse, espiarse, observarse unos a otros. Pero esto, que mientras lo fue conociendo pareció interesantísimo a Fernando, ya conocido no lo encontró nada digno de observación.

La prima de Ossorio tenía relaciones con un chico artillero, de buena familia, pero pobre, con el que se pasaba la vida hablando desde el balcón y mirándose en los teatros; Octavio, el primo, estaba en un colegio de Francia; la familia parecía encontrarse en un buen período de calma y de tranquilidad.

Una noche, Fernando, que solía quedarse con mucha frecuencia en casa y empezaba a abandonar su vida elegante, oyó a través del tabique vagos murmullos apenas perceptibles. Separaba su cuarto del de Laura otro cuarto intermedio. Encendió la luz y vio que, oculta por las cortinas de su cama, había una ventana condenada. De día abrió la ventana condenada que daba a un cuarto, lleno de armarios y de cajas, que casi siempre estaba cerrado.

A la noche siguiente abrió de par en par el montante y escuchó: oyó la voz de la tía Laura y la de su doncella, y luego, gritos, risas, estallido de besos; después, lamentos, súplicas, gritos voluptuosos…

Laura tenía de treinta a treinta y cinco años. Era morena, de ojos algo claros, el pelo muy negro, la nariz gruesa, los labios abultados; la voz fuerte, hombruna, que a veces se hacía opaca, como en sus hermanas; gangueaba algo, por haberse educado en un colegio de monjas de París, una sucursal de Lesbos, en donde se rendía culto a la joie imparfaite. Los andares de Laura eran decididos, de marimacho; vestía con mucha frecuencia trajes que las mujeres llaman de sastre, y sus enaguas se ceñían estrechamente a la carne.

Cuando se ponía a reñir, su voz era molesta de tal modo, que se sentía odio por ella, sin más razón que la voz. Tenía en su aspecto algo indefinido, neutro, parecía una mujer muy poco femenina y, sin embargo, había en ella una atracción sexual grande. A veces su palabra sonaba a algo afrodisíaco, y su movimiento de caderas, hombruno por lo violento, era ásperamente sexual, excitante como la cantárida.

Algunas noches se quedaba Fernando en casa. Luisa Fernanda y Laura se sentaban en el comedor al lado del fuego.

Luisa Fernanda, hundida en la poltrona, miraba las llamas. Ella y su hermana no hablaban más que del tiempo y de lo que sucedía en casa.

Flora se aburría, leía o dormía de rabia.

Sonaba lentamente el reloj de caja del pasillo.

Cuando se acercaba la hora de irse a acostar, las dos hermanas mayores llamaban primero a la cocinera y se discutía la comida del día siguiente.

Luisa Fernanda preguntaba a todos lo que querían para comer.

Luego venían una serie de recomendaciones largas.

Muchas veces María Flora y Fernando se quedaban en el comedor charlando a los lados de la chimenea.