IV

NO conocía Fernando al hermano de su abuelo. No le había visto más que de niño alguna vez, y si no le hubiese escrito su tía Laura diciéndole que el tío había muerto y que se presentara en la casa, Fernando no se hubiera ocupado para nada de un pariente a quien no conocía. Aunque murmurando y de mala gana, Ossorio fue por la tarde a casa del hermano de su abuelo, a un caserón de la calle del Sacramento. Llegó a la casa y le hicieron pasar inmediatamente a un gabinete. Se habían reunido allí los notables de la familia. Acababa el juez de abrir y leer el testamento del anciano señor y todos los parientes bufaban de rabia; una de las partes más saneadas de la fortuna se les marchaba de entre las manos e iba a parar a la hija de una querida del viejo. El marqués, cuñado de Luisa Fernanda, se había sentado en el sofá, y su abultado abdomen, en forma puntiaguda, le bajaba entre las dos piernecillas de enano; vestía chaleco blanco y corbata también blanca; llevaba a sus labios húmedos con sus dedos gordos y amorcillados un cigarro puro y escuchaba los distintos pareceres, aprobándolos o desaprobándolos. Su hermano dormitaba en una butaca, y un primo de ambos, que parecía un pez por su cara, se paseaba de un lado a otro, apoyándose en el respaldo de las sillas.

«Hay que solucionar el conflicto», decía a cada momento. Parecía que le había tomado gusto a la palabra solucionar.

Estaban, además de estos, un militar, también pariente de Fernando, y dos chicos altos, jóvenes, vestidos de negro, hijos del marqués: uno, el menor, serio y grave; el otro, movedizo y alegre. En medio de todos ellos se hallaba el administrador del tío abuelo, hombre triste, de barba negra y hablar meloso, por el cual en aquel momento sentían todos los parientes extraordinario cariño. Después de ver que gran parte de la fortuna se llevaba la niña de la pelandusca se trataba de salvar de la ruina un almacén de aceites que había puesto el tío para dar salida al de sus olivares andaluces, y una casa de préstamos. Pero aparecía que el almacén, que estaba a nombre del administrador, tenía deudas. ¡Pero si no se comprendían aquellas deudas!

El administrador dijo que se había vendido mucho más aceite de lo que daban los olivares del señor y se habla recurrido a otros cosecheros.

—¿De manera que eso podría ser un buen negocio? —preguntó el marqués.

—Si; llevándolo bien es un gran negocio.

—El marqués miró al administrador fijamente.

—¿Pero qué hacía el tío con ese dinero? —murmuró el hombre-pez.

El administrador sonrió discretamente y torció la cabeza con resignación.

El odio se acentuó en contra de Nini, de la grandísima pelandusca que arruinaba a la familia.

El marqués dijo que aquellas manifestaciones eran extemporáneas. La cuestión estaba en poner a flote el aceite y quedarse libre de las deudas.

Se trataba de esto, aunque parecía que se hablaba de otra cosa.

—Un procedimiento sencillo —dijo el primo de la cara de pez, con su voz afeminada— es vender el género, figurar falsos acreedores y declararse en quiebra. Luego se ponía la casa a nombre de otro, y ya estaba hecho todo.

El marqués no aprobó por el pronto la idea de su pariente y estudió la cara del administrador, el cual manifestó que él no podía prestar su nombre a una combinación de aquella clase. El pez comentó la desaprobación. Otra opinión era ir a los principales acreedores, prometerles a ellos sólo el pago y declararse en quiebra.

Fernando, al que no le interesaba aquello, salió del despacho, y tras de él salieron los hijos del marqués.

—¿Dónde está el muerto? —preguntó Ossorio.

—Ahí, en ese gabinete —le dijo el primo—. Pero no vayas a verle. Está completamente en descomposición.

—¿Sí, eh?

—Uf.

Fernando apenas conocía a sus primos, pero le parecieron alegres y desenvueltos.

—Y vosotros, ¿le conocéis a ella? —le preguntó.

—¿A quién, a Nini? Si, hombre.

—¿Y qué tal es?

—Más bonita que el mundo —contestó el más joven—. Y no creas, que le quería al tío. La última vez que les vi juntos fue en el Romea. Estaban los dos en un palco; yo estaba en otro con una amiga… Bailaba la bella Martínez, y cuando terminó de bailar, Nini, que es amiga de la Martínez, la echó al escenario un ramillete de flores.

—¿Y sabe ella que se ha muerto el tío?

—Sí. ¡Bah!

—¿Pero no te han dicho lo que ha ocurrido?

—No.

—Pues que ha mandado una corona de flores naturales, y estaba puesta en el cuarto, cuando se enteran que es de ella, y se indignan todas las señoras, y va papá y dice que aquel atrevimiento no se puede soportar, y coge la corona y la echa a un cuarto oscuro. Ya le he dicho yo a papá cuatro cosas para que no vuelva a hacer tonterías.

—¿Vamos a dar una vuelta? —preguntó uno de ellos—. El coche de mamá debe estar abajo. Volveremos al anochecer.

—Vamos. ¿Se lo decimos a mamá?

—¿Para qué? Está muy entretenida.

Efectivamente, en el salón en donde estaban las señoras se oía una conversación muy animada y un murmullo de voces que subía y bajaba de intensidad.

Fueron los tres a la calle, entraron en el coche y se dirigieron a la Castellana. Los dos jóvenes comentaban, riéndose, la avaricia de su papá.

Pasaron en un coche una señorita y una señora. Los dos primos de Fernando las saludaron.

—¿Quiénes son? —preguntó Fernando.

—Lulú Cortunay y su madre.

—Es bonita.

—Preciosa.

—Esta chica no se casará —dijo el más serio de los hermanos.

—¿Por qué? ¿Porque no tiene capital?

—No… si lo debe tener… pero mordido.

—¿Mordido? —preguntó Fernando, extrañado.

—Sí; mordido por un condesito, amigo suyo.

El otro hermano comenzó a reírse al oír aquello.

—¡Admirable, chico, admirable!

—Pasaron las hijas de un general y su madre, en un landó grande y destartalado.

Hubo nuevos saludos y nuevas sonrisas.

—Son feas.

—Y cursis.

—Ahora viene la condesa y sus hijas.

Pasaron; se descubrieron los dos primos de Fernando, y este hizo lo mismo; una de las muchachas saludó con risa irónica, levantando el brazo por encima de la cabeza con la mano abierta.

—¿A estas las conocerás? —preguntó el menos serio de los primos a Fernando.

—Sí; creo que las conozco de vista.

—¡Pero si son populares! A esta muchacha la conoce ya todo Madrid. En el teatro habla alto, se suena fuerte, se ríe a carcajadas, lleva el compás con el abanico y se hace señas con los amigos.

—¡Demonio! Pues es una mujer extraña.

—¡Vaya, y de talento! ¡Suele dar unas tabarras a los jovencitos que la hacen la rosca!

Y el primo contó algunas anécdotas.

Una vez estaban reunidos en su casa la madre, que debe ser una mujer de estas que tienen furor sexual, y algunos amigos. La madre tenía un amigo íntimo, joven. Se oye sonar el timbre del teléfono. Se acerca la muchacha. Pregunta que quién llama, y al oír que es el amigo de su madre, le dice: —¡Mamá! —«¿Qué quién es?» —responde la vieja—. «¡Tu héroe!»

Otra vez le salió mal la broma, porque se encontró en los pasillos del Real a la de Ortiz de Estúñiga, y le dijo:

—Oye, ¿has visto a mi marido? Se ha marchado del palco y no sé dónde anda.

—Pues, échale los mansos —le replicó esta.

—Hija, ¿está tu padre ahí?

Y las anécdotas llovían.

Tenía ya la chica fama, y todas las historias desvergonzadas se las atribuían a ella, como antes las anécdotas grotescas a un señor riquísimo.

—Lo que es esa, cuando se case, va a eclipsar a su madre —terminó diciendo, como conclusión, el pollo.

—¡Bah! Según —murmuró el más serio—. Yo no creo que esta chica tenga la lubricidad de su madre. Indudablemente en ella hay un instinto de perversidad, pero de perversidad moral. Es más; es posible que esta manera de ser nazca de un romanticismo fracasado al vivir en un ambiente imposible para la satisfacción de sus deseos. Yo no sé, pero no creo en la maldad ni en el vicio de los que sonríen con ironía.

—Te advierto, Fernando, que este es un filósofo.

—No; veo nada más y observo. Fijaos. Vuelven otra vez. Mirad la madre. Es seria, tranquila; de soltera sería soñadora. La hija sigue riendo, riendo con su risa irónica y sus ojos brillantes. Hay algo de romanticismo en esa risa burlona, que niega, que parece que ridiculiza.

—Habrá todo lo que quieras, pero yo no me casaría con ella.

—Eso no quiere decir nada. ¿Vamos a casa?

Volvieron. El primo, más alegre y jovial, inclinándose al oído de Fernando, iba mostrando y nombrándole al mismo tiempo la gente que pasaba en coche. Aristócratas viejos con aspecto humilde y encogido, nobles de nuevo cuño estirados y petulantes, senadores, diputados, bolsistas. Todos, en sus coches, que se apretaban en las filas del paseo, sintiendo el placer de verse, de saludarse, de espiarse, casi todos aguijoneados por las tristezas de la envidia y las sordideces de una vida superficialmente fastuosa e íntimamente miserable y pobre.

Y seguían las historias, que no terminaban nunca, y los apodos que trascendían a romanticismo trasnochado: La Bestia Hermosa, la Judía Verde, la Preciosa Ridícula, el Lirio del Valle, y seguían las murmuraciones. A una muchacha no le gustaban los chicos; tres jovencitos que iban en un coche eran los tiones que cambiaban las queridas, las mujeres más elegantes y hermosas de Madrid.

—Esta sociedad aristocrática —dijo sentenciosamente el primo filósofo— está muy bien organizada. Es la única que tiene buen sentido y buen gusto. Los maridos andan golfeando con una y otra, de acá para allá, de casa de Lucía a casa de Mercedes, y de esta a casa de Marta. Las pobrecitas de las mujeres se quedan abandonadas, y se las ve vacilar durante mucho tiempo y pasear con los ojos tristes. Hasta que un día se deciden, y hacen bien, toman un queridito, y a vivir alegremente.

Al entrar en la calle Mayor, los dos primos saludaban a dos muchachas y a una señora que pasaron en un coche.

—El padre de estas —dijo el primo filósofo— es un católico furibundo. Es de los que van a los jubileos con cirio; en cambio, las chicas andan de teatrucho en teatrucho, escotadas, riéndose y charlando con sus amigos. Es una sociedad muy amable esta madrileña.

—Ya te habrás fijado en el aspecto místico que tiene la mayor de las hermanas —dijo el primo jovial—. Dicen que tiene ese aspecto tan espiritual desde que se acostaba con un obispo.

Llegaron a la calle del Sacramento y subieron a casa.

En el despacho se seguía hablando de la cuestión del aceite; en la sala se comentaban en voz baja los escándalos de la Nini; los criados andaban alborotados por si los despedían o no de la casa, y, mientras tanto, el tío-abuelo solo, bien solo, sin que nadie le molestara con gritos y lamentos, ni otras tonterías por el estilo, se pudría tranquilamente en su ataúd, y de su cara gruesa, carnosa, abultada, no se veía a través del cristal más que una mezcla de sangre rojiza y negra, y en las narices y en la boca algunos puntos blancos de pus.