DÍAS más tarde, al llegar Fernando a su casa se encontró con una invitación para ir a una kermesse que se celebraba en el Jardín del Buen Retiro.
Se dirigió hacia allá pensando si la invitación sería de aquella mujer que tanto le preocupaba. Daban las doce de la noche cuando llegó.
Era verano, hacía un calor sofocante. El jardín estaba espléndido: mujeres hermosas vestidas de blanco, ojos brillantes, gasas, cintas, joyas llenas de reflejos, pecheras impecables de los caballeros, uniformes negros, azules y rojos, roces de faldas de seda, risas, murmullos de conversaciones…
En la oscuridad, entre el negruzco follaje verde lustroso, brillaban focos eléctricos y farolillos de papel. Los puestos, adornados con percalinas de colores nacionales y banderolas, también amarillas y encarnadas, estaban llenos de cachivaches colocados en los estantes. Una fila de señoritas en pie, sofocadas, rojas, sacaban papeletas de unas urnas y se las daban a los elegantes caballeros, que iban dejando al mismo tiempo monedas y billetes en una bandeja.
Otras señoronas elegantes iban con carnets vendiendo números para una rifa. A seguida de los puestos había una rifa, un diorama y una horchatería, servida por jóvenes de la alta crema madrileña.
Y en el paseo, mientras la música tocaba en el quiosco central, se agrupaba la gente y se oía más fuerte el crujir de las faldas de seda, carcajadas y risas contenidas; voces agudas de las muchachas elegantes que hablaban con una rapidez vertiginosa, risas claras y argentinas de las señoras, voces gangosas y veladas de las viejas. Brillaban los ojos de las mujeres alumbrados con un fulgor de misterio; en los corros había conversaciones a media voz, que no tenían más atractivo e incitante que el ser vehículo de deseos no expresados; una atmósfera de sensualidad y de perfumes voluptuosos llenaba el aire.
Y en la noche, templada, parecía que aquellos deseos estallaban como los capullos de una flor al abrirse; los cohetes subían en el aire, detonaban y caían deshechos en chispas azules y rojas, que a veces quedaban inmóviles en el aire brillando como estrellas…
Estaba también la mujer de luto hablando con un húsar. Ossorio la contempló desde lejos.
Era para él aquella mujer, delgada, enfermiza, ojerosa, una fantasía cerebral e imaginativa, que le ocasionaba dolores ficticios y placeres sin realidad. No la deseaba, no sentía por ella el instinto natural del macho por la hembra; la consideraba demasiado metafísica, demasiado espiritual; y ella, la pobre muchacha, enferma y triste, ansiosa de vida, de juventud, de calor, quería que él la desease, que él la amara con furor de sexo, y coqueteaba con uno y otro para arrancar a Fernando de su apatía; y, al ver lo inútil de sus infantiles maquinaciones, tenía una mirada de tristeza desoladora, una mirada de entregarse a la ruina de su cuerpo, de sus ilusiones, de su alma, de todo…
Aquella noche la muchacha de luto hallábase transformada. Hablaba con calor, estaba con las mejillas rojas y la mirada brillante; a veces dirigía la vista hacia donde estaba Fernando.
Ossorio experimentó una gran tristeza, mezcla de celos y de dolor.
Se dispuso a salir, y pasó sin fijarse al lado de su prima.
—No, pues ahora no te vas, golfo —le dijo ella.
—¡Sabes que estás hoy la mar de guapa!
—¿Si?
—¡Vaya! Como no se ve bien, ¿comprendes?…
—Hombre, ¡qué fino! A ver. ¿Te sientas?. ¿Vas a tomar algunas papeletas?
—Espera. No me puedo decidir así como así. Hay que saber las ventajas que tiene una cosa y otra.
—¡Viene la Reina! —dijo una de las que estaban con la prima de Ossorio.
Con la noticia se conmovió el grupo de horchateras, y Fernando, aprovechándose de la conmoción, se escabulló.
Venía la Reina con sus hijos por entre dos filas de gente que la saludaban al pasar con grandes reverencias.
Las mujeres encontraban gallardo a Caserta, al príncipe consorte, a quien miraban con curiosidad.
Fernando, al separarse de María Flora, se dispuso a salir.
Iba a hacerlo, cuando la señorita de luto, que iba paseando con sus amigas, se le acercó y le dijo con voz suave y algo opaca:
—¿Quiere usted papeletas para la rifa de la Reina?
—No, señora, —contestó él brutalmente.
Salió de los Jardines. En la puerta esperaban grupos de lacayos y un gran semicírculo de coches con los faroles encendidos.
—Es extraño —murmuró Ossorio—. Yo no estaba antes enamorado de esta mujer; hoy he sentido, más que amor, ira, al verla con otro. Mis entusiasmos son como mis constipados: empiezan por la cabeza, siguen en el pecho y, después… se marchan. Esta muchacha era para mí algo musical y hoy ha tomado carne. Y por dentro veo que no la quiero, que no he querido nunca a nadie; quizá si estuve enamorado alguna vez fue cuando era chico. Sí; cuando tenía diez o doce años.
Recordaba en la vecindad de casa de su abuelo una muchacha de pelo rojizo y ojos ribeteados, a la cual no se atrevía a mirar, y que a veces soñaba con ella. Luego, ya de estudiante, esperaba a que pasara una modista por el mismo camino que llevaba él para ir al Instituto, y al cruzarse con ella le temblaban las piernas.
Mientras traía a la imaginación estos recuerdos lejanos, caminaba por Recoletos, oscuro, lleno de sombras misteriosas. Al verle pasar tan elegante, con la pechera blanca, que resaltaba en la oscuridad, las busconas le detenían; él las rechazaba y seguía andando velozmente, movido por el ritmo de su pensamiento, que marchaba con rapidez y sin cadencia.
Al llegar a la calle de Génova tomó por ella; siguió luego por el paseo de Santa Engracia, y a la izquierda entró por una callejuela, se detuvo frente a una casa alta, abrió la puerta y fue subiendo la escalera, sin hacer ruido. Entró en el estudio, encendió una vela, se desnudó y se sentó en la cama.
Se sentía allí un aire de amarga desolación: los bocetos, antes clavados en las paredes pintadas de azul, estaban tirados en el suelo, arrollados; la mesa llena de trastos y de polvo, los libros deshechos, amontonados en un armario.
—¡Cómo está esto! —murmuró—. ¡Qué sucio! ¡Qué triste! Apagaré la luz, aunque sé que no voy a dormir.
Puso un libro encima de la vela, la apagó, y se tendió en la cama.