EN la Exposición de Bellas Artes, años después, vi un cuadro de Ossorio colocado en las salas del piso de arriba, donde estaba reunido lo peor de todo, lo peor, en concepto del Jurado.
El cuadro representaba una habitación pobre con un sofá verde, y encima un retrato al óleo. En el sofá, sentados, dos muchachos altos, pálidos, elegantemente vestidos de negro, y una joven de quince o diez y seis años; de pie, sobre el hombro del hermano mayor, apoyaba el brazo una niña de falda corta, también vestida de negro. Por la ventana, abierta, se veían los tejados de un pueblo industrial, el cielo cruzado por alambres y cables gruesos y el humo de las chimeneas de cien fábricas que iba subiendo lentamente en el aire. El cuadro se llamaba Horas de silencio. Estaba pintado con desigualdad; pero había en todo él una atmósfera de sufrimiento contenido, una angustia, algo tan vagamente doloroso, que afligía el alma.
Aquellos jóvenes enlutados, en el cuarto abandonado y triste, frente a la vida y al trabajo de una gran capital, daban miedo. En las caras alargadas, pálidas y aristocráticas de los cuatro se adivinaba una existencia de refinamiento, se comprendía que en el cuarto había pasado algo muy doloroso; quizá el epílogo triste de una vida. Se adivinaba en lontananza una terrible catástrofe; aquella gran capital, con sus chimeneas, era el monstruo que había de tragar a los hermanos abandonados.
Contemplaba yo absorto el cuadro, cuando se presentó Ossorio delante de mí. Tenía aspecto de viejo; se había dejado la barba; en su rostro se notaban huellas de cansancio y demacración.
—Oye, tú; esto es muy hermoso —le dije.
—Eso creo yo también; pero aquí lo han metido en este rincón y nadie se ocupa de mi cuadro. Esta gente no entiende nada de nada. No han comprendido a Rusiñol, ni a Zuluaga, ni a Regoyos; a mí, que no sé pintar como ellos, pero que tengo un ideal de arte más grande, me tienen que comprender menos.
—¡Bah! ¿Crees tú que no comprenden? Lo que hacen es no sentir, no simpatizar.
—Es lo mismo.
—¿Y qué ideal es ese tuyo tan grande?
—¡Qué sé yo! Se habla siempre con énfasis y exagera uno sin querer. No me creas; yo no tengo ideal ninguno, ¿sabes? Lo que sí creo es que el arte, eso que nosotros llamamos así con cierta veneración, no es conjunto de reglas, ni nada; sino que es la vida: el espíritu de las cosas reflejado en el espíritu del hombre. Lo demás, eso de la técnica y el estudio, todo eso es m…
—Ya se ve, ya. Has pintado el cuadro de memoria, ¿eh?, sin modelos.
—¡Claro! Así se debe pintar. ¿Que no se recuerda, lo que me pasa a mí, los colores? Pues no se pinta.
—En fin, que todas tus teorías han traído tu cuadro a este rincón.
—¡Pchs! No me importa. Yo quería que alguno de esos críticos imbéciles de los periódicos, porque mira que son brutos, se hubieran ocupado de mi cuadro, con la idea romántica de que una mujer que me gusta supiera que yo soy hombre capaz de pintar cuadros. ¡Una necedad! Ya ves tú, a las mujeres qué les importará que un hombre tenga talento o no.
—Habrá algunas…
—¡Ca! Todas son imbéciles. ¿Vámonos? A mí esta Exposición me pone enfermo.
—Vamos.
Salimos del Palacio de Bellas Artes. Nos detuvimos a contemplar la puesta del sol, desde uno de los desmontes cercanos.
El cielo estaba puro, limpio, azul, transparente. A lo lejos, por detrás de una fila de altos chopos del Hipódromo, se ocultaba el sol, echando sus últimos resplandores anaranjados sobre las copas verdes de los árboles, sobre los cerros próximos, desnudos, arenosos, a los que daba un color cobrizo y de oro pálido.
La sierra se destacaba como una mancha azul violácea, suave, en la faja de horizonte cercana al suelo, que era de una amarillez de ópalo; y sobre aquella ancha lista opalina, en aquel fondo de místico retablo, se perfilaban claramente, como en los cuadros de los viejos y concienzudos maestros, la silueta recortada de una torre, de una chimenea, de un árbol. Hacia la ciudad, el humo de unas fábricas manchaba el cielo azul, infinito, inmaculado…
Al ocultarse el sol se hizo más violácea la muralla de la sierra; aun iluminaban los últimos rayos un pico lejano del poniente, y las demás montañas quedaban envueltas en una bruma rosada y espléndida, de carmín y de oro, que parecía arrancada de alguna apoteosis del Ticiano.
Sopló un ligero vientecillo; el pueblo, los cerros, quedaron de un color gris y de un tono frío; el cielo se oscureció.
Oíase desde arriba, desde donde estábamos, la cadencia rítmica del ruido de los coches que pasaban por la Castellana, el zumbido de los tranvías eléctricos al deslizarse por los raíles. Un rebaño de cabras cruzó por delante del Hipódromo; resonaban las esquilas dulcemente.
—¡Condenada Naturaleza! —murmuró Ossorio—. ¡Es siempre hermosa!
Bajamos a la Castellana, comenzamos a caminar hacia Madrid. Fernando tomó el tema de antes y siguió:
—Esto no creas que me ha molestado; lo que me molesta es que me encuentro hueco, ¿sabes? Siento la vida completamente vacía: me acuesto tarde, me levanto tarde, y al levantarme ya estoy cansado; como que me tiendo en un sillón y espero la hora de cenar y de acostarme.
—¿Por qué no te casas?
—¿Para qué?
—¡Toma! ¿Qué sé yo? Para tener una mujer a tu lado.
—He tenido una muchacha hasta hace unos días en mi casa.
—Y ¿ya no la tienes?
—No; se fue con un amigo que le ha alquilado una casa elegante y la lleva por las noches a Apolo. Los dos me saludan y me hablan; ninguno de ellos cree que ha obrado mal conmigo. Es raro, ¿verdad? Si vieras; está mi casa tan triste…
—Trabaja más.
—Chico, no puedo. Estoy tan cansado, tan cansado…
—Haz voluntad, hombre. Reacciona.
—Imposible. Tengo la inercia en los tuétanos.
—¿Pero es que te ha pasado alguna cosa nueva; has tenido desengaños o penas últimamente?
—No; si, fuera de mis inquietudes de chico, mi vida se ha deslizado con relativa placidez. Pero tengo el pensamiento amargo. ¿De qué proviene esto? No lo sé. Yo creo que es cuestión de herencia.
—¡Bah! Te escuchas demasiado.
Mi amigo no contestó.
Volvíamos andando por la Castellana hacia Madrid. El centro del paseo estaba repleto de coches; los veíamos cruzar por entre los troncos negros de los árboles; era una procesión interminable de caballos blancos, negros, rojizos, que piafaban impacientes; de coches charolados con ruedas rojas y amarillas, apretados en cuatro o cinco hileras, que no se interrumpían; de cocheros y lacayos sentados en los pescantes con una tiesura de muñecos de madera. Dentro de los carruajes, señoras con trajes blancos en posturas perezosas de sultanas indolentes, niñas llenas de lazos con vestidos llamativos, jóvenes sportmen vestidos a la inglesa y caballeros ancianos, mostrando la pechera resaltante de blancura.
Por los lados, a pie, paseaba gente atildada, esa gente de una elegancia enfermiza que constituye la burguesía madrileña pobre. Todo aquel conjunto de personas y de coches parecía moverse, dirigido por una batuta invisible.
Avanzamos Fernando Ossorio y yo hasta el Obelisco de Colón, volvimos sobre nuestros pasos, llegamos al Obelisco, y desde allá, definitivamente, nos dirigimos hacia el centro de Madrid.
El cielo estaba azul, de un azul líquido: parecía un inmenso lago sereno, en cuyas aguas se reflejaran tímidamente, algunas estrellas.
La vuelta de los coches de la Castellana tenía algo de afeminamiento espiritual de un paisaje de Watteau.
Sobre la tierra, entre las dos cortinas de follaje formadas por los árboles macizos de hojas, nadaba la niebla tenue, nacida del vaho caluroso de la tarde.
—Sí; la influencia histérica —dijo Ossorio al cabo de unos minutos, cuando yo creí que había olvidado ya el tema desagradable de su conversación—; la influencia histérica se marca con facilidad en mi familia. La hermana de mi padre, loca; un primo, suicida; un hermano de mi madre, imbécil, en un manicomio; un tío, alcoholizado. Es tremendo, tremendo. —Luego, cambiando de conversación, añadió—: El otro día estuve en un baile en casa de unos amigos, y me sentí molesto porque nadie se ocupaba de mí, y me marché en seguida. Estas mujeres —y señaló unas muchachas que pasaron riendo y hablando alto a nuestro lado— no nos quieren. Somos tristes, ya somos viejos también…; si no lo somos, lo parecemos.
—¡Qué le vamos a hacer! —le dije yo—. Unos nacen para búhos, otros para canarios. Nosotros somos búhos o cornejas. No debemos intentar cantar. Quizá tengamos también nuestro fin.
—¡Ah! ¡Si yo supiera para qué sirvo! Porque yo quisiera hacer algo, ¿sabes?; pero no sé qué.
—La literatura quizá te gustaría.
—No; es poco plástico eso.
—Y la medicina, ¿por qué no la sigues?
—Me repugna ese elemento de humanidad sucio con el que hay que luchar: la vieja que tiene la matriz podrida, el señor gordo que pesca indigestiones…, eso es asqueroso. Yo quisiera tener un trabajo espiritual y manual al mismo tiempo; así como ser escultor y tratar con esas cosas tan limpias como la madera y la piedra, y tener que decorar una gran iglesia y pasarme la vida haciendo estatuas, animales fantásticos, canecillos monstruosos y bichos raros; pero haciéndolo todo a puñetazos, ¿eh?… Sí, un trabajo manual me convendría.
—Si no te cansabas.
—Es muy probable. Perdóname, me marcho. Voy detrás de aquella mujer vestida de negro… ¿Sabes? Ese entusiasmo es mi única esperanza.
Habíamos llegado a la plaza de la Cibeles; Ossorio se deslizó por entre la gente y se perdió.
La conversación me dejó pensativo. Veía la calle de Alcalá iluminada con sus focos eléctricos, que nadaban en una penumbra luminosa. En el cielo, enfrente, muy a lo lejos, sobre una claridad cobriza del horizonte, se destacaba la silueta aguda de un campanario. Veíanse por la ancha calle en cuesta correr y deslizarse los tranvías eléctricos con sus brillantes reflectores y sus farolillos de color; trazaban zigzag las luces de los coches, que parecían los ojos llenos de guiños de pequeños y maliciosos monstruos; el cielo, de un azul negro, iba estrellándose. Volvía la gente a pie por las dos aceras, como un rebaño oscuro, apelotonándose, subiendo hacia el centro de la ciudad. Del jardín del Ministerio de la Guerra y de los árboles de Recoletos llegaba un perfume penetrante de las acacias en flor; un aroma de languideces y deseos.
Daba aquel anochecer la impresión de la fatiga, del aniquilamiento de un pueblo que se preparaba para los placeres de la noche, después de las perezas del día.