TRES AÑOS DESPUÉS
EN el despacho del médico de guardia del hospital de Bu-Tata.
EL DOCTOR.—¿Qué entradas tenemos hoy?
EL AYUDANTE.—Ayer ingresaron diez variolosos.
EL DOCTOR.—¿Diez?
EL AYUDANTE.—Ni uno menos. Entraron, además, cinco sifilíticos; seis de gripe infecciosa; ocho de tuberculosis; dos con delirio alcohólico…
EL DOCTOR.—¡Qué barbaridad!
EL AYUDANTE.—Y, además, una mujer cuyo marido le dio una puñalada por celos, que murió a las pocas horas.
EL DOCTOR.—Si seguimos así, no va a haber camas en este hospital. ¡Fíese usted de los naturalistas!
EL AYUDANTE.—¿Por qué?
EL DOCTOR.—Porque hay un informe de Lenessan diciendo que Uganga es un país muy sano.
EL AYUDANTE.—Lo era.
EL DOCTOR.—Y ¿creo usted que habrá variado?
EL AYUDANTE.—Si, señor.
EL DOCTOR.—Y ¿por qué?
EL AYUDANTE.—Por la civilización.
EL DOCTOR.—Y ¿qué tiene que ver la civilización con eso?
EL AYUDANTE.—Mucho. Antes no había aquí enfermedades, pero las hemos traído nosotros. Los hemos obsequiado a estos buenos negros con la viruela, la tuberculosis, la sífilis y el alcohol. Ellos no están, como nosotros, vacunados para todas estas enfermedades, y, claro, revientan.
EL DOCTOR.(Riendo.) —Es muy posible que sea verdad lo que usted dice.
EL AYUDANTE.—¡Si es verdad! El año pasado fui a un pueblo de al lado; y ¿sabe usted lo que pasó?
EL DOCTOR.—¿Qué?
EL AYUDANTE.—Que les inficioné con la viruela, y, sin embargo, yo no la tenía.
EL DOCTOR.—Es curioso ese caso; y ¿cómo se lo explica usted?
EL AYUDANTE.—Yo me lo explico sencillamente. Entre nosotros, los organismos débiles que no podían resistir las enfermedades, el trabajo abrumador y el alcohol, han muerto. A los que quedamos no nos parte un rayo; llevamos los gérmenes morbosos en nuestro cuerpo como quien lleva un reloj de bolsillo; así sucede que, mientras los blancos estamos magníficamente, los negros se van marchando al otro mundo con una unanimidad asombrosa.
EL DOCTOR.—Mientras vayan ellos solos, ¿eh?
EL AYUDANTE.—Poco se pierde.
EL DOCTOR.—Además, hay pasta abundante. Hasta que se acabe.
EL AYUDANTE.—Ya acabaremos con ella. ¿No acabaron los civilizados yanquis con los pieles rojas? Nosotros sabremos imitarles.
EL DOCTOR.—Bueno, vamos a hacer la visita. ¿Y el otro ayudante?
EL AYUDANTE.—Le va usted a tener que dispensar. Creo que no vendrá.
EL DOCTOR.—Pues ¿qué le pasa?
EL AYUDANTE.—Que ayer le vi en este café-concierto que han puesto hace poco, con una negra, y parecía un tanto intoxicado.
EL DOCTOR.—Cosas de muchacho. ¿Y qué es lo que hay en ese café-concierto?
EL AYUDANTE.—Hay grandes atracciones. Ayer, precisamente, era el debut de la princesa Mahu, que bailaba desnuda la danza del vientre, a estilo del Moulin Rouge, de París.
EL DOCTOR.—Un número sensacional.
EL AYUDANTE.—¡Ya lo creo! Y ejecutado por una princesa.
EL DOCTOR.—¿Auténtica?
EL AYUDANTE.—En absoluto.
EL DOCTOR.—Veo que están adelantados en Bu-Tata.
EL AYUDANTE.—No se lo puede usted figurar. Aquí ya hay de todo. Esto es Sodoma, Gomorra, Babilonia. Lesbos, todo en una pieza.
EL DOCTOR.—¿Qué me cuenta usted?
EL AYUDANTE.—Lo que usted oye. Usted no sale de noche, Si saliera, lo vería. En cada esquina hay sirenas de color que le hacen a usted proposiciones extraordinarias. Por todas partes ve usted negros borrachos.
EL DOCTOR.—¿De veras?
EL AYUDANTE.—Sí. Hacemos un concurso de ajenjo extraordinario.
EL DOCTOR.—No lo sabía.
EL AYUDANTE.—Sí, señor. Luego los blancos tratan a puntapiés a los negros, y estos se vengan, cuando pueden, asesinándonos.
EL DOCTOR.—Muy bien.
EL AYUDANTE.—Son los beneficios de la civilización.
EL DOCTOR.—Bueno; vamos a hacer la visita.