VIII

UN CAMPAMENTO

FRENTE al río de Bu-Tata, en una colina, sin que nadie se entere, sin que nadie se de cuenta, se ha establecido un campamento. Diez ametralladoras y otros tantos cañones de tiro rápido apuntan a la ciudad.

A la luz de las hogueras se ven las tiendas de campaña. Los centinelas se pasean con el fusil al brazo, los soldados, en corrillos, charlan animadamente.

RABOULOT. —Yo no sé qué demonio de ocurrencia tiene el Gobierno de meterse con estas gentes que a nosotros no nos hacen ningún daño. ¿Tú comprendes esto, caballero Michel?

MICHEL. —Yo no comprendo más sino que esta vida es una porquería.

RABOULOT. —¡Qué quieres! Es la vida del soldado.

MICHEL. —Una vida sucia como pocas.

RABOULOT. —¡Pse!… Hay que aguantarse.

MICHEL. —Pero ¿por qué esa cochina República nos obliga a andar a tiros con esta gente?

RABOULOT. —Hay que civilizarlos, caballero Michel.

MICHEL. —Pero si ellos no lo quieren.

RABOULOT. —No importa; la civilización es la civilización.

MICHEL. —Sí; la civilización es hacer estallar a los negros metiéndoles un cartucho de dinamita, apalearlos a cada instante y hacerlos tragar sopa de carne de hombre.

RABOULOT. —Pero también se les civiliza de veras.

MICHEL. —¿Y para qué quieren ellos osa civilización? ¿Qué han adelantado esos del Dahomey con civilizarse? ¿Me lo quieres decir, caballero Raboulot? Ya tienen pantalones, ya tienen camisa, ya saben que un rifle vale más que un arco y que una flecha; ahora múdales el color de la piel, ponles un poco más de nariz, un poco menos de labios, y llévalos a divertirse a Folies-Bergéres.

RABOULOT. —¡Je! ¡Je! Yo creo que este condenado parisiense es anarquista o cosa parecida.

MICHEL. —¡Pensar que uno está aquí y que podría uno andar por Batignolles o por Montmartre!

RABOULOT. —Yo también estaría más a gusto en mi aldea que aquí; pero hay que servir a la Francia.

MICHEL. —Que le sirvan sólo los aristócratas. Ellos son los únicos que se aprovechan del ejército.

RABOULOT. —Sí, es verdad. Luego se arma uno un lío que ya no sabe uno qué hacer. En unos lados se puede robar y llevarse todo lo que haya; en otros no se puede tomar ni un alfiler. Te digo que yo no comprendo esto, caballero Michel.

MICHEL. —Ni nadie lo comprende. Hay que obedecer sin comprender: esa es la disciplina. ¡Que no le pueda uno aplastar el cráneo al que ha inventado esta palabra!

RABOULOT. —Hablando de otra cosa. ¿Has tenido noticias de París?

MICHEL. —Hace pocos días leí en el periódico que un amigo mío había debutado en el Casino de Montmartre.

RABOULOT. —¿De qué?

MICHEL. —De chanteur. Ese es un hombre feliz. No le faltarán mujeres. En cambio, aquí…

RABOULOT. —¡Sacredieu! ¡Aquí hay negras muy guapas, caballero Michel! No las desacredites.

MICHEL. —¿De esas que les bailan las ubres cuando corren? Yo no puedo con ellas.

RABOULOT. —Sí, como dice Prichard, los parisienses sois muy delicados.

MICHEL. —¡Pse!… Es cuestión de estómago.

RABOULOT. —¿Y te falta mucho para cumplir?

MICHEL. —Tres años todavía. Si pudiera escaparme…

RABOULOT. —Pues no se está tan mal, caballero Michel. El coronel Barband no es del todo malo.

MICHEL. —No; tiene un carácter cochino.

RABOULOT. —El capitán Fripier sí es un poco duro con la ordenanza.

MICHEL. —Yo le metería una bala en la cabeza por farsante. Siempre está con los bigotes rizados, mirándole a uno de arriba abajo, por si le falta a uno un botón o lleva uno una mancha. ¡Canalla!

RABOULOT. —Anda, parisiense, no te desesperes. Vamos a echar un sueño, y ya veremos cómo amanece mañana.

MICHEL. —Mal; ¿cómo va a amanecer?

RABOULOT. —Hay días en que uno se divierte.

MLCHEL. —Hazte ilusiones. (Echándose a dormir.) No debía haber ejército, ni naciones, ni nada…