LA JUSTICIA DE SIPSOM
SIPSOM. (Juez.) —Se abre la sesión. Que vayan entrando los acusadores y los acusados.
Los dos ujieres hacen pasar a un mandingo y a su mujer.
SIPSOM. —¿Qué os pasa? ¿Qué querella tenéis entre vosotros?
LA MUJER. —Señor juez, mi marido es un gandul. Todos los días le estoy diciendo que vaya al almacén general a buscar las herramientas del trabajo, y sale de casa y se detiene al sol, y no hace nada. Y como no trae los bonos de trabajo, los chicos se quedan sin comer.
SIPSOM. —Y tú, hombre, ¿qué dices a esto?
EL HOMBRE. —Yo digo que no trabajo porque no tengo gana; y que si tuviera gana, trabajaría.
SIPSOM. —Muy bien. Ahora yo a este vago mandaría pegarle una paliza, y mañana trabajaría como lo que es, como un negro; pero desde el rey hasta el último ciudadano de Bu-Tata se incomodarían conmigo.
EL UJIER. —¿Qué manda el señor juez que hagamos con este hombre?
SIPSOM. —Que le pongan a aserrar madera, y el jornal que se lo reserven a su mujer.
EL HOMBRE. —¿Y la libertad? ¿Esa es la libertad?
Los ujieres echan fuera al negro; tras el sale su mujer. Entran después otros dos mandingas, uno joven y otro viejo.
SIPSOM. —¿Qué os pasa a vosotros?
EL VIEJO. —Sucede que yo me tomo el trabajo de cuidar mis gallinas. A todas horas las atiendo, y este muchacho, que es vecino mío, entra en mi casa y me las roba.
SIPSOM. —¿Eso es verdad?
EL JOVEN. —Sí; yo no tengo paciencia para cuidarlas y me aprovecho de las del vecino.
SIPSOM. —Pero no son tuyas.
EL JOVEN. —¿Y eso qué importa? ¿No ha dicho el rey Paradox que a cada uno debe dársele según sus necesidades? Yo necesito esas gallinas.
SIPSOM. —Este Paradox es un loco; va a hacer este pueblo ingobernable.
EL JOVEN. —En cambio, este viejo que me acusa tiene una costumbre peor que la mía.
SIPSOM. —Pues ¿qué hace?
EL JOVEN. —Que guarda los bonos de trabajo, porque quiere ser rico, como se era en tiempo del rey Kiri.
SIPSOM. —Está bien; desde hoy (Al viejo) tú entregarás los bonos de trabajo que has ido guardando, y tú cuidarás de las gallinas del viejo. ¡Hala, marchaos!
Entran una mujer joven, otra vieja y dos hombres.
SIPSOM. (A un ujier.) —Entérate de qué es lo que quiere esta gente.
El ujier habla con ellos, y vuelve asombrado.
EL UJIER. —El caso es nuevo y extraordinario, Señor juez.
SIPSOM. —Pues ¿qué sucede?
EL UJIER. —Estos dos hombres que se disputan una suegra.
SIPSOM. —Pero eso no es posible.
EL UJIER. —El uno dice que esta es su suegra, porque la hija de esta mujer es su mujer, y el otro dice lo mismo.
SIPSOM. —Y ¿la interesada a quién de los dos señala como marido?
EL UJIER. —A ninguno, porque se ha quedado sordomuda de un susto, y no entiende ni habla.
SIPSOM. —¡Demonio! He aquí un caso difícil. Que se acerquen.
Se acercan las dos mujeres y los dos hombres. Uno de estos es grave y triste: el otro, sonriente y de aire malicioso.
SIPSOM. —Vamos a ver. ¿Quién es el marido de esta mujer?
EL GRAVE. —Yo.
EL SONRIENTE. —Yo.
SIPSOM. —Pero ¿cómo podéis ser los dos maridos de una mujer al mismo tiempo?
EL GRAVE. —Es que yo soy el verdadero y único marido.
EL SONRIENTE. —El verdadero marido soy yo.
SIPSOM. —Usted, mujer, ¿quién es su marido?
LA MUDA. —Han, hin, hon.
SIPSOM. (A la vieja.) —¿Quién es su yerno?
LA VIEJA. (Señalando al Sonriente.) —Este. Todos los vecinos podrán decir que es este el marido de mi hija.
SIPSOM. (Al grave.) —Y ¿cómo te atreves tú a decir que eres su yerno?
EL GRAVE. —Porque es verdad. Vivo con su hija hace un año. Éramos felices cuando vino esta vieja a enredarlo todo y la convenció a mi mujer de que debía separarse de mí e irse a vivir con otro hombre.
EL SONRIENTE. —Con quien vive hace un año esta mujer es conmigo. Y mi suegra lo dirá. Ahora que ha entrado este hombre en mi casa y ha querido suplantarme.
LA VIEJA. —Sí. Este es mi yerno. El otro es un granuja a quien no conozco.
SIPSOM. —Esta mujer parece que odia demasiado a este hombre, a quien llama granuja y dice que no conoce. Sintámonos dignos de Salomón. Ujieres, dad a cada uno de estos hombres un cuchillo y que partan la suegra por la mitad, en dos trozos iguales, y que cada uno se lleve su pedazo.
EL SONRIENTE. —No, no; yo no quiero hacer eso. ¿Por qué he de matar a esa buena mujer?
EL GRAVE. —Venga el cuchillo. Esta vieja es una niveladora y una chismosa.
SIPSOM. (Al grave.) —Tú, el que la quieres mal, eres el yerno. Llévate a tu mujer y a tu suegra.
Salen las dos mujeres y los dos hombres, y entran Mingote, blanco como el papel, y don Pelayo, con la cara hinchada.
MINGOTE. —¡Señor juez, señor juez!
SIPSOM. —¿Qué pasa?
MINGOTE. —Que don Pelayo me ha seguido con un cuchillo y me lo ha querido clavar en el corazón.
SIPSOM. (A don Pelayo.) —¿Es eso verdad?
DON PELAYO. —Sí. Pero también es verdad que este señor se figura que yo soy su criado y que tengo que trabajar para él. Hoy me ha mandado labrar la tierra, y, como yo le he dicho que fuera él, me ha dado un puñetazo en un ojo y otro en la mejilla. Entonces yo he cogido un cuchillo y él ha echado a correr.
SIPSOM. (A Mingote.) —¿Usted qué dice a eso?
MINGOTE. —Digo que es cierto. Pero es que me ha faltado al respeto y me ha insultado.
SIPSOM. —Señores, yo creo que lo mejor que pueden ustedes hacer es darse mutuas satisfacciones y olvidar lo ocurrido.
MINGOTE. —Eso, nunca.
DON PELAYO. —Yo lo que quiero es justicia. Que se castigue al que haya faltado. Usted es el juez y debe averiguar quién tiene la culpa.
SIPSOM. —Pero ¿para qué? ¿No se pueden ustedes arreglar amigablemente?
MINGOTE. —No, señor.
DON PELAYO. —No, señor.
SIPSOM. —Pero ¿no sería mejor que se entendieran ustedes?
MINGOTE. —No nos podemos entender.
DON PELAYO. —Es imposible.
SIPSOM. —Me van ustedes a obligar a tomar una determinación radical.
MINGOTE. —Eso queremos.
DON PELAYO. —Es lo que deseamos.
SIPSOM. —¿Sí? Está bien. Ya que quieren ustedes que yo intervenga, intervendré. Don Pelayo, bájese usted los pantalones.
DON PELAYO. —Señor juez, ¡por Dios!
SIPSOM. —Bájese usted los pantalones. (A Mingote.) Usted, señor Mingote, coja esta vara y dele usted diez golpes a su amigo.
MINGOTE. —Está bien.
Comienza a golpear a don Pelayo sin mucha fuerza.
UN NEGRO. (En el público.) —Eso es una injusticia.
SIPSOM. —Y al que chille le pasará lo mismo. ¿Ha concluido usted, señor Mingote?
MINGOTE. —Sí, señor.
SIPSOM. —¿Diez golpes, ni uno más ni uno menos?
MINGOTE. —Diez.
SIPSOM. —Muy bien. Ahora póngase usted.
MINGOTE. —¿Yo?
SIPSOM. —Sí.
MINGOTE. —Pero ¿usted sabe quién soy yo?
SIPSOM. —Ujieres, atad y desnudad a este hombre.
Los negros lo sujetan y lo desnudan al instante.
MINGOTE. —¡Socorro, socorro!
SIPSOM. (A don Pelayo.) —Ahora devuélvale usted los diez golpes que le ha adjudicado su amigo.
Don Pelayo, con los ojos brillantes de satisfacción, coge la vara, después de escupirse en las manos para que no se le escurra, y comienza dando con todas sus fuerzas.
EL UJIER. (Contando.) —Uno.
MINGOTE. —¡Ay, ay, ay!
EL UJIER. —Dos.
Sigue contando tranquilamente; a cada golpe sale un verdugón, y cuando se llega a los diez, don Pelayo deja la vara satisfecho.
SIPSOM. —Ya estarán ustedes contentos. Me han obligado ustedes a emplear estos recursos. Han quedado en paz. Ya ven ustedes que administro justicia por un procedimiento socialista, a cada uno, según su capacidad; a cada capacidad, según sus obras. Pueden marcharse.