EN EL PALACIO
DIZ. —¿Sabe usted que Dora se casa con Thonelgeben?
PARADOX. —¡Hombre! Al fin.
DIZ. —Sí, y Thady Bray con Beatriz.
PARADOX. —¿Se ha convencido Ganereau? Parece que no le gustaba la boda.
DIZ. —Sí, se oponía porque Thady no es más que un grumete y él procede de los Ganereau de Pericard, que es una familia muy noble de Mont-de-Marsan.
PARADOX. —¡Demonio!
DIZ. —Sí; además parece que una abuela de Ganereau fue querida de Napoleón el Grande.
PARADOX. —Esos ya son títulos de gloria.
DIZ. —La verdad es que estos franceses son un poco farsantes.
PARADOX. —Pero ellos no tienen la culpa. Es defecto de nacimiento. Y ¿cómo le ha convencido Thady? ¿Ha tenido él alguna otra abuela ligera de cascos, querida de algún otro hombre ilustre?
DIZ. —No sé. Parece que el muchacho ha replicado, diciendo que los Bray proceden de Greenock, y que los primeros Bray estuvieron en las Cruzadas con Ricardo Corazón de León. Además, ha añadido que tienen en Escocia una torre que se está cayendo y un baúl lleno de pergaminos, con lo cual Ganereau de Pericard se ha dado por satisfecho.
PARADOX. —Y luego fíese usted de los demócratas.
DIZ. —De modo que vamos a tener dos bodas. Sipsom actuará de juez y usted pronunciará un discurso elocuente.
PARADOX. —Pero ¿está instituido el matrimonio en Bu-Tata? Yo creo que no debemos dar un mal ejemplo.
DIZ. —No tendremos más remedio que casar a estos novios; luego podemos abolir el matrimonio e instituir el amor libre.
UGÚ. (Que entra.) —Señor.
PARADOX. —¿Qué hay?
UGÚ. —Dos extranjeros quieren ver al rey.
PARADOX. —Que pasen.
Entran don Pelayo y Mingote, los dos cubriendo sus desnudeces con faldas hechas con hojas de plátano.
DON PELAYO y MINGOTE. (Arrodillándose.) —¡Señor!
PARADOX. —¡Cristo! Pero ¿son ustedes?
DON PELAYO. —¡Toma! Si es don Silvestre.
PARADOX. —Sí, soy yo. ¿Y qué tal? ¿Qué tal? Levántense ustedes.
MINGOTE. —¿Qué tal? Han hecho con nosotros ignominias.
PARADOX. —¿Los negros?
MINGOTE. —No, los moros. Y cuando nos hemos escapado de ellos hemos dado con los negros, y el pobre Ferragut… ¿No se acuerda usted de Ferragut?
PARADOX. —No, no recuerdo.
DON PELAYO. —El general, el flaco del bigote grande.
PARADOX. —¡Ah, si! ¿Qué le ha pasado?
MINGOTE. —Que se lo han comido.
PARADOX. —¿De veras?
DON PELAYO. —Delante de nosotros.
PARADOX. —¡Pobrecillo!
DON PELAYO. —Era un egoísta.
PARADOX. —Pues ¿qué hacía?
DON PELAYO. —Nada; que cuando el verdugo o el cocinero, como ustedes quieran llamarlo, estaba preparando el asador para uno de nosotros, me decía: «Yo creo que no empezarán por mí; ¡me he quedado tan flaco y tan correoso!»
MINGOTE. —¿Decía eso? ¡Ah canalla! Pues por él empezaron. Debía guardarle rencor; pero no, no se lo guardo, aunque el pobrecito era un pastelero.
PARADOX. —Y ¿qué hicieron con él después de matarlo?
MINGOTE. —Lo asaron. La verdad es que estaba flaco. Yo, al verlo en los huesos, temblaba.
PARADOX. —¿Y si lo hubiera visto gordo, no?
MINGOTE. —No, porque decía: con un hombre tan flaco no van a tener bastante, y empezarán en seguida con nosotros; un sudor me iba y otro me venía, y tenía tan mal cuerpo que, gracias a eso, creo que no siguieron por mí.
PARADOX. —Supusieron los salvajes que en aquel momento no estaría usted sabroso.
MINGÓTE. —Con seguridad.
PARADOX. —O quizá no tenían apetito y los dejaron a ustedes para mejor ocasión.
MINGOTE. —Es muy posible.
PARADOX. —El caso es que se contentaron con Ferragut.
MINGOTE. —Sí; y por la noche pudimos huir don Pelayo y yo de aquella playa inhospitalaria.
PARADOX. —¡Ah! Pero ¿estaban ustedes en alguna playa?
MINGOTE. —No; es una manera de hablar.
PARADOX. —Vamos, es una metáfora. ¿Y de miss Pich, qué fue de ella?
DON PELAYO. —Un horror. La violaron.
PARADOX. —Sí que debía de ser una gente terrible.
DON PELAYO. —No puede usted tener idea.
PARADOX. —¿Y ella que dijo?
DON PELAYO. —Ella lo sentía, más que nada, por el deshonor que caía sobre los Pichs.
PARADOX. —¿Y estuvo templada?
DON PELAYO. —Conservó una serenidad espantosa. A pesar del suceso, decía con frialdad al día siguiente, mientras preparaba un articulo para la Revista Neosófica: «Los hombres son seres inferiores».
PARADOX. —¿Y los demás marineros?
DON PELAYO. —Unos se quedaron de esclavos de los moros, a otros los empalaron con música.
PARADOX. —¿Cómo con música?
DON PELAYO. —Sí; tenían el cinismo de tocar alguna canción mientras los clavaban. Varios lograron huir de aquella playa inhospitalaria, como dice mi amigo; creo que pocos habrán podido conservar su cabeza. Y ¿a ustedes, en cambio, les ha ido bien?
PARADOX. —Bastante bien. Ya ve usted, a mí me han nombrado rey del país.
DON PELAYO. —¿Y podremos establecernos aquí, don Silvestre?
PARADOX. —Hay tierra sobrante para todos. El gobierno presta gratis los útiles de labranza. Además, se les construirá a ustedes una casa.
MINGOTE. —Eso de ser agricultor, la verdad, no me seduce. Yo lo que quisiera es un empleo en alguna oficina.
DIZ. —Aquí no hay oficinas ni empleos.
MINGOTE. —¿Entonces de qué se vive?
DIZ. —Aquí todo el mundo trabaja y vive de su trabajo.
MINGOTE. —Pero ¡a esto le llaman ustedes civilizar un país!
PARADOX. —Así lo hemos entendido nosotros.
MINGOTE. —En fin, si no hay otro recurso, nos dedicaremos a la agricultura. Tomaré un par de docenas de criados negros y haré que trabajen mis campos.
DIZ. —También es imposible. No se permite hacer trabajar a los demás en provecho de uno.
MINGOTE. —¡Ah! ¿No? Pues, entonces, ¿qué se permite aquí? Déjenme ustedes algún dinero y podré ganar la vida prestando al cincuenta por ciento.
PARADOX. (Sonriendo.) —Es que tampoco hay préstamos, ni dinero.
MINGOTE. —¿Que no hay dinero?
PARADOX. —No.
MINGOTE. —Pero ¡eso es un disparate!
PARADOX. —¡Qué quiere usted! Donde hay dinero, unos suelen tener demasiado, otros demasiado poco, y todos suelen estar mal.
MINGOTE. —¿Y cómo viven ustedes?
PARADOX. —Muy bien.
MINGOTE. —¡Y viven sin dinero! ¿Y qué hacen ustedes cuando tienen que decir: «Eh, chico, traeme una cajetilla de cuarenta y cinco»?
PARADOX. —Como tampoco hay tabaco, pues no lo pedimos. De manera que ya saben ustedes: si quieren, se les hará su casa, se les regalará el terreno y se les prestarán los útiles necesarios para labrar la tierra. Si no, con su consentimiento, les llevaremos lo más cerca posible de las factorías francesas.
MINGOTE. —¡Es ya lo que nos faltaba por ver, don Pelayo! Después de haber sido atropellados por los moros, y a punto de servir de merienda a los negros, llegar a un país donde no hay oficinas, ni casas de préstamos, ni dinero. ¡Y a esto se llama civilizar un país!
PARADOX. —¿Qué le va usted a hacer?
MINGOTE. —Habrá que resignarse. ¿Quiere usted que vivamos juntos, don Pelayo?
DON PELAYO. —No me parece mal.
PARADOX. —Entonces pueden ustedes elegir el sitio que no esté ocupado y que más les guste.