LOS BUENOS Y LOS MALOS
BAGÚ. —¿Cómo se atreven esos extranjeros a cambiar las leyes del mundo? ¿Quién les autoriza para trastornar el curso sagrado de los ríos? Cambiar, cambiar, ¡qué horror! Audaces y rebeldes estos blancos, quieren saber más que los magos, que lo sabemos todo por inspiración divina.
Y el pueblo les sigue, el pueblo les cree; en cambio, empiezan a dudar los hombres de nuestros amuletos y de nuestras bolas de estiércol. Hay que imponerles la creencia por la fuerza, hay que hacerles creer de nuevo; si no, ¿qué sería de los magos?
LAS SERPIENTES.—¿Qué es esta avalancha que destruye nuestros nidos? ¿Quién ha desencadenado esta terrible inundación? Son esos extranjeros, son ellos los audaces. ¡Sssss! ¡Silbemos! ¡Alarguemos nuestra lengua bífida! ¡Hagamos sonar los cascabeles de nuestras colas! ¡Descarguemos en la carne de los hombres toda la ponzoña de nuestros huecos dientes!
EL PEZ.—Antes, en los rápidos del río, tenía que luchar con desesperación contra la corriente; ahora, en esta inmensidad insondable, hallo lugar para correr a mi capricho, para hundirme en los abismos de agua transparente y salir a la superficie a juguetear entre las ondas. Generosos extranjeros, yo os doy las gracias.
EL SAPO.—He vivido siempre solo. En el fondo de mi agujero, mis únicos amigos eran los golpes de mi corazón, que hacían tac…, tac… continuamente. El agua me ha obligado a salir de mi escondrijo, y he visto, con vergüenza y con espanto, que hay un sol y unas estrellas allá arriba y flores de oro entre las hierbas. Y no quiero ver nada, no quiero saber nada. Yo os maldigo, extranjeros, porque me obligáis a salir de mi cueva; yo os maldigo, porque me obligáis a admirar lo que no quiero admirar, y me hacéis ver a la luz del día mi cuerpo deformado, sucio y viscoso, como los pensamientos de la envidia.
UNA GOLONDRINA.—¡Hermoso lago para deslizarse sobre él! ¡Qué claro! ¡Qué transparente! En su fondo hay otra golondrina hermana que corre al mismo tiempo que yo.
LA HIENA.—¿Quién ha llenado de agua el valle? ¿Quién ha cerrado mi paso al pueblo? Antes, de noche, iba a desenterrar los cadáveres de los hombres. Cuando no, devastaba los rebaños. Ahora nada puedo. ¡Maldición, maldición para esos extranjeros que así condenan a los infelices al hambre!
EL SEÑOR BUHO.(Mirando con su lente.) —Ayer, si no me engaño, había aquí una rama donde estuve descansando. Sí, era aquí. Venía indignado de la estupidez de los demás pájaros, y me detuve un momento a pensar en los beneficios de la soledad. Hoy no hay más que agua. ¿Quiénes han sido los audaces que han hecho esta sustitución escandalosa? ¡Hombres! Hombres seguramente… Esos seres frívolos, llenos de vanidad y de petulancia.
LA LUNA.—Antes, en la noche serena, veía brillar mis rayos en las espumas del río; ahora, más dulce, más amable, veo mi pupila blanca reflejada en el agua argentada de ese lago. En ese espejo yo me miro, dama errante de la noche; en ese espejo me contemplo cuando las brumas azules adornan mi faz risueña. ¡Yo os bendigo, extranjeros; yo os bendigo!