XIII

EL LAGO THONELGEBEN

AL siguiente día el pueblo lanza una exclamación de asombro. Ha desaparecido el valle y se ha formado en su lugar un lago. Es un lago que tiene veinticinco kilómetros de largo por quince de ancho, en su fondo se refleja el azul del cielo; cerca de las orillas, el agua transparente está sombreada por los espesos bosques y las tupidas frondas. Dos islas, pobladas de gigantes árboles rectos, derechos, brotan de en medio del agua, produciendo un efecto mágico como el de los paisajes de los sueños.

Paradox, Thonelgeben, Diz, Sipsom, Beatriz y Dora cruzan el lago en una lancha.

PARADOX. —Parece que no navegamos sobre el agua, ¿verdad?

THONELGEBEN. —Es irreal y admirable esto como un paisaje de Bocklin.

PARADOX. —O como un fondo de Patinir.

SIPSOM. —Yo lo encuentro todo muy real, señores. En esa poética isla me gustaría almorzar ahora mismo, servido por un buen cocinero.

THONELGEBEN. (Riendo.) —¡Oh! Naturaleza antipoética.

SIPSOM. —¿Por qué el apetito ha de ser más antipoético que la dispepsia? ¿Me quiere usted explicar eso, querido ingeniero?

PARADOX. —No le conteste usted, Thonelgeben. Un hombre que no cree ni en la poesía de la dispepsia está juzgado.

SIPSOM. —¡Me acusan de disolvente! ¡A mí! ¿Y quién? Un hombre como Paradox, que es la melinita de las ideas respetables.

PARADOX. —Así se escribe la historia, señores.

SIPSOM. —Pero silencio. Entramos en el departamento de lo sublime.

Al acercarse a la isla todos quedan silenciosos. En la zona de sombra que proyectan los grandes árboles se ve hasta el fondo del lago, y en él rocas blancas que parecen las casas de una ciudad sumergida.

PARADOX. (A Diz.) —Creo que ahora se habrá usted convencido, amigo Diz.

DIZ. (Confuso.) —Ante la evidencia…

PARADOX. —Pero ¿siente usted haberse equivocado?

DIZ. —No, Paradox, de ninguna manera; celebro haberme engañado, lo celebro con todo mi corazón.

PARADOX. —Creo que nunca podremos exclamar mejor que ahora, como en nuestros buenos tiempos: ¡Amigo, dijo Dinarzada, qué cuento más maravilloso!

DIZ. —Es verdad; esto es un cuento extraodinario.

SIPSOM. —Y ¿cómo llamaremos a este lago?

PARADOX. —Le llamaremos el lago Thonelgeben.

SIPSOM. —¡Hip! ¡Hip! ¡Hurra!

TODOS. —¡Hurra!

THONELGEBEN. —Si no hay voto en contra, pediría que a esta primera isla se le llamara la isla Dora.

TODOS. —Aceptado.

DORA. —Entonces a la otra le llamaremos isla Beatriz.

TODOS. —Muy bien.

PARADOX. —Vamos ahora hacia la catarata.

Se van acercando. Desde una altura de treinta metros cae gran parte del río en una terrible catarata de más de diez metros de anchura.

DIZ. —Hay que darle nombre a este torbellino.

PARADOX. —Le llamaremos el torbellino de Sipsom.

Siguen dando nombres a todas las entradas y salidas del lago. En la desembocadura del antiguo arroyo se ha formado un dique con los árboles arrancados del suelo, y el agua salta por encima del dique. El río se ha estrechado. En el pueblo, con el estremecimiento de la explosión, las chozas se han caído, y piedras inmensas han cambiado de lugar.